John Fante
Fante murió sin que su obra fuera reconocida, a pesar de que William Faulkner lo consideraba uno de los mejores escritores de su época.
Tenían más o menos la misma edad, pero treinta y cinco años habrían sido cuarenta y cinco si el rostro de mamá hubiera sido un lugar para medir el tiempo, mientras que para Coletta habrían sido veinticinco. En la cara de mamá se veían cuatro hijos, incluso se veía a Hugo; se veían siglos de preocupaciones, eras de esfuerzo, eones de trabajo y angustias. No había niños grabados en la cara de Coletta Drigo, ni preocupación, ni angustia; en su lugar se veía un extraño matiz de tránsito entre la juventud y la madurez; se veía emoción; se veían grandes ciudades, tiempos felices, todo un mundo maravilloso; y por encima de todo, su belleza, cabello negro, ojos negros, la blanquecina morenez del cutis.
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Entonces la sentimos detrás de nosotros, todos y cada uno al mismo tiempo, y antes de que nos volviéramos a mirarla, reconocimos el sufrimiento que latía a nuestras espaldas, que caía sobre nosotros, y entonces nos volvimos al mismo tiempo, y ella estaba allí mirándonos, y parecía que tenía un millón de años, mamá, nuestra madre, y nosotros, sus hijos, habíamos presentido su corazón roto, allí, en la puerta de la cocina, ocultando con el delantal la tristeza de sus manos desgastadas, mientras por la tierra yerma de sus mejillas resbalaban riachuelos de belleza desvanecida.
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Me dolió, mi padre me dolió, me dolió el aspecto que tenía, sus huesos baldados, sus manos huesudas y deformes, y a pesar de todo valientes, doloridas por tantos años de trabajo implacable. Ah, me dolió profundamente, en lo más hondo del corazón, donde sonó un grito, un sollozo que quería salir flotando hacia la cálida puesta de sol. Y de repente odié a mamá.
Tenían más o menos la misma edad, pero treinta y cinco años habrían sido cuarenta y cinco si el rostro de mamá hubiera sido un lugar para medir el tiempo, mientras que para Coletta habrían sido veinticinco. En la cara de mamá se veían cuatro hijos, incluso se veía a Hugo; se veían siglos de preocupaciones, eras de esfuerzo, eones de trabajo y angustias. No había niños grabados en la cara de Coletta Drigo, ni preocupación, ni angustia; en su lugar se veía un extraño matiz de tránsito entre la juventud y la madurez; se veía emoción; se veían grandes ciudades, tiempos felices, todo un mundo maravilloso; y por encima de todo, su belleza, cabello negro, ojos negros, la blanquecina morenez del cutis.
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Entonces la sentimos detrás de nosotros, todos y cada uno al mismo tiempo, y antes de que nos volviéramos a mirarla, reconocimos el sufrimiento que latía a nuestras espaldas, que caía sobre nosotros, y entonces nos volvimos al mismo tiempo, y ella estaba allí mirándonos, y parecía que tenía un millón de años, mamá, nuestra madre, y nosotros, sus hijos, habíamos presentido su corazón roto, allí, en la puerta de la cocina, ocultando con el delantal la tristeza de sus manos desgastadas, mientras por la tierra yerma de sus mejillas resbalaban riachuelos de belleza desvanecida.
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Me dolió, mi padre me dolió, me dolió el aspecto que tenía, sus huesos baldados, sus manos huesudas y deformes, y a pesar de todo valientes, doloridas por tantos años de trabajo implacable. Ah, me dolió profundamente, en lo más hondo del corazón, donde sonó un grito, un sollozo que quería salir flotando hacia la cálida puesta de sol. Y de repente odié a mamá.
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