Cada persona es única y, al mismo tiempo, igual a todas las demás. Nuestra apariencia visible y externa es diferente de la de los demás, por supuesto, y eso está muy bien, pero también hay algo dentro de cada uno de nosotros que pertenece sólo a esa persona, que es sólo esa persona. Podemos llamarlo espíritu o alma. O podemos decidir no etiquetarlo con palabras, dejarlo en paz.
Esto puede ser algo paradójico: que seamos completamente iguales y completamente diferentes al mismo tiempo. Puede que una persona sea intrínsecamente paradójica, en nuestra unión de cuerpo y alma: abarcamos tanto la existencia más terrenal y tangible como algo que trasciende esos límites materiales y terrenales.
El arte, el buen arte, consigue a su maravillosa manera combinar lo absolutamente único con lo universal. Nos permite entender lo diferente, lo extranjero, como universal. Al hacerlo, rompe las fronteras entre lenguas, regiones geográficas y países. Reúne no sólo las cualidades individuales de cada uno, sino también, en otro sentido, las características individuales de cada grupo de personas, por ejemplo, de cada nación.
Todo buen arte contiene precisamente eso: algo ajeno, algo que no podemos comprender del todo y que, sin embargo, al mismo tiempo comprendemos, en cierto modo.
El arte hace esto, no nivelando las diferencias y haciendo que todo sea igual, sino, por el contrario, mostrándonos lo que es diferente de nosotros, lo que es ajeno o extraño. Todo buen arte contiene precisamente eso: algo ajeno, algo que no podemos comprender del todo y que, sin embargo, al mismo tiempo comprendemos, en cierto modo. Contiene un misterio, por así decirlo. Algo que nos fascina y, por tanto, nos empuja más allá de nuestros límites y, al hacerlo, crea la trascendencia que todo arte debe contener en sí mismo y a la que debe conducirnos.
No conozco mejor manera de unir los opuestos. Es exactamente el planteamiento inverso al de los conflictos violentos que vemos con demasiada frecuencia en el mundo, que se entregan a la tentación destructiva de aniquilar todo lo ajeno, todo lo único y diferente, a menudo utilizando los inventos más inhumanos que la tecnología ha puesto a nuestra disposición. Hay terrorismo en el mundo. Hay guerra. Porque la gente también tiene un lado animal, impulsado por el instinto de experimentar al otro, al extranjero, como una amenaza para la propia existencia en lugar de como un misterio fascinante.
Así es como desaparece la singularidad —las diferencias que todos podemos ver—, dejando tras de sí una uniformidad colectiva en la que cualquier cosa diferente es una amenaza que hay que erradicar. Lo que se ve desde fuera como una diferencia, por ejemplo en la religión o la ideología política, se convierte en algo que hay que derrotar y destruir.
La guerra es la batalla contra lo que yace en lo más profundo de todos nosotros: algo único. Y también es una batalla contra el arte, contra lo que yace en lo más profundo de todo arte.
He hablado aquí del arte en general, no del teatro ni de la dramaturgia en particular, pero es que, como he dicho, todo buen arte, en el fondo, gira en torno a lo mismo: tomar lo absolutamente único, lo absolutamente específico, y hacerlo universal. Unir lo particular con lo universal expresándolo artísticamente: no eliminar su especificidad, sino acentuarla, dejando que brille claramente lo ajeno y lo desconocido.
La guerra y el arte son opuestos, al igual que la guerra y la paz. El arte es la paz.
Día Mundial del Teatro
El 27 de marzo se celebra el Día Mundial del Teatro. Desde 1962 ha sido celebrado por los Centros ITI y sus miembros cooperantes, profesionales del teatro, organizaciones teatrales, universidades y amantes del teatro de todo el mundo. Este día es una celebración para aquellos que pueden ver el valor e importancia del teatro como arte, y actúa como un llamado de atención para los gobiernos, políticos e instituciones que aún no han reconocido su valor para las personas y para el individuo, ni se han dado cuenta de su potencial para el crecimiento económico. El autor del mensaje de 2024 es el escritor y dramaturgo noruego Jon Fosse, ganador del Premio Nobel de Literatura de 2023.
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