Breve cierre
Rocío Danussi lee a Joni Mitchell
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Murió Beatriz Sarlo
La ensayista, docente, escritora y crítica literaria falleció a los 82 años, tras permanecer internada en el Sanatorio Otamendi luego de sufrir un ACV. Nuestras condolencias.
Entre sus libros más distinguidos se encuentran Una modernidad periférica, de 1988, Escenas de la vida posmoderna, publicado en 1994 y disponible en nuestro catálogo, y La pasión y la excepción, donde combina análisis literario, político y cultural, y que vio la luz en el 2003.
Su trayectoria la llevó a obtener diferentes distinciones, como el prestigioso Premio Kónex de Platino y el Premio Pluma de Honor de la Academia Nacional de Periodismo de la Argentina.
Se graduó en literatura en la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde también brindó clases como docente. Luego, comenzó su carrera vinculada al análisis cultural y a la crítica literaria. Fue la cofundadora de la revista Punto de Vista en 1978, la cual fue clave en la resistencia intelectual durante la última dictadura cívico-militar argentina.
En un homenaje quizás libre y sui generis a Simone de Beauvoir, usaba el pelo à la garçon, fumaba habanos finitos y campera de cuero cuando daba clases de Literatura argentina en Puán. Sus alumnos la recuerdan en el café de enfrente, haciendo paro presencial, en la época de los apagones y las clases públicas, lamentable y forzosamente reeditadas cada año en nuestras sucesivas crisis.
Los últimos días de Beatriz Sarlo
Según afirman, la intelectual se encontraba en plena preparación de un libro de memorias, que originalmente tenía fecha de publicación en marzo y por distintos motivos no pudo ser difundido.Sarlo continuaba viviendo en su histórico departamento del barrio de Caballito. Hace poco tiempo, en marzo del 2023, había fallecido el cineasta Rafael Filipelli quien fue su compañero durante las últimas décadas y pérdida que afectó mucho a la escritora.
En nuestro catálogo
Los libros disponibles de Beatriz Sarlo en nuestro catálogo son Escenas de la vida posmoderna (Espasa Calpe, 1994); La batalla de las ideas (1943-1973) (Ariel, 2001); Tiempo pasado (Siglo XXI, 2005); Siete ensayos sobre Walter Benjamin (Siglo XXI, 2011); y Clases de literatura argentina: Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1985-1998 (Siglo XXI, 2022).
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Taller de juegos teatrales de verano
Este verano les proponemos una experiencia de desarrollo creativo individual y colectivo a través de acciones lúdicas teatrales, por la Prof. Julia Pagano. ¡Inscripciones abiertas!
A partir de diferentes técnicas artísticas y corporales, desarrollaremos propuestas grupales donde volcar nuestro potencial expresivo y capacidades comunicativas para generar momentos únicos a partir de nuestra impronta personal.
No se requiere formación previa. Mirá acá el video de la profesora.
Comienzo: 7 de enero 2025
Lugar: Centro Cultural y Biblioteca Popular CARLOS SÁNCHEZ VIAMONTE, Austria 2154, Recoleta, Argentina.
Horario: Martes de 18 hs a 19:30 hs
Inscripciones al 15-2454 9397
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Última función de teatro en francés
Cuarta y última función de La réunification des deux corées, la obra de teatro realizada íntegramente en francés. Con ella también finalizaron las actividades especiales de la Biblioteca Popular Carlos Sánchez Viamonte.
Además, se trató de la última actividad especial de 2024 en nuestra casa, ya que el viernes 20 de diciembre cerraremos las puertas, para regresar pronto, el 6 de enero.
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Alicia Basos presentó su libro en la Biblioteca
El viernes 13 de diciembre se presentó el libro Relatos fugaces. Cuentos breves para soñar sin dormir, de Alicia Basos, en la Biblioteca Popular Carlos Sánchez Viamonte.
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Música irlandesa en la Biblioteca
Con la participación de Luli Dawnay y Fernando Lynch, vivimos una hermosa noche de música irlandesa en la Biblioteca Popular Carlos Sánchez Viamonte. Mirá acá un video.
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Oui, monsieur
El pasado fin de semana tuvimos las primeras funciones de teatro en francés en nuestra Biblioteca. Todavía quedan tres funciones más.
La obra La réunification des deux corées, de Joél Pommerat, bajo la coordinación general de la profesora Marie Duffour, se repetirá el sábado 30 de noviembre y los sábados 7 y 14 de diciembre a las 20 horas.
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Música irlandesa en la Biblioteca
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Presentación del nuevo libro de Alicia Basos
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Hernán, cuento de Abelardo Castillo
Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas repulsivas en su vida, nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia, que un día, con la mano en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para siempre su figura lamentable de profesora de literatura que recitaba largamente a Bécquer y, turbada, omitía ciertos párrafos de los clásicos y en los últimos tiempos miraba de soslayo a Hernán. Quiero contarlo ahora, de pronto me dio miedo olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá recordarla, y es necesario que alguien la recuerde, Hernán, que entre el montón de porquerías hechas en tu vida haya siempre un sitio para ésta de hace mucho, de cuando tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que podía demostrar el Teorema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar a los pobres diablos como el señor Teodoro o hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y leyendas y olía a alcanfor.
Ella llegó al Colegio Nacional en el último año de mi bachillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella cosa extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz, lo mismo que ese tenue aroma a laurel cuyo origen, fácil de adivinar, era una bolsita colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró en el aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le causábamos, cuarenta muchachones rígidos, burlonamente rígidos junto a los bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para encontrar sus ojos de animalito espantado. Habló. Dijo algo acerca de que buscaba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y que la llamáramos señorita Eugenia, simplemente. Alguien, entonces, en voz alta –lo bastante alta como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–, se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que debía insinuarnos “pueden sentarse”, nosotros ya estábamos sentados y ella reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se había quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.
Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta: acaso fue por aquellas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita Eugenia dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa. De todos modos, cuando se lo dijeron ya lo sabía. “Me parece que la vieja…”, le dijeron, y Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había adivinado desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba cuando él, acercándose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima, como si la recitara para ella.
–Este Hernán es un degenerado.
Te admiraban, Hernán.
–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.
Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí, tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán de un modo tan extraño que me dio asco–, lo que es peor, con el corazón vacío.
–A que sí.
Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina y gratuita, como un lamparón de crueldad. Y fue aceptada de inmediato, en medio de ese regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo a los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se atrevería –como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante de todos y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos, Hernán, nacieron para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.
–A que no.
–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el pizarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide. Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra de maldad. Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro. La mujer, extrañada, levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba por favor, lea usted esto, y después de unos segundos se llevó temblando la mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:
–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.
El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos pudieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella lo miraba. Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro hizo una mueca significativa a los otros, se sintió molesto. Tuvo el presentimiento de que todo podía complicarse o, acaso, al oír que ella hablaba de las cosas imposibles (“hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta”) pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía echarse atrás, aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca. Por eso, sin pensarlo más, él la invitó a dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron cómo la infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:
–Préstame las llaves del coche.
Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien pronunciaba mi nombre:
–Hernán.
–Qué quieren –pregunté.
Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba. Como me acuerdo de todo lo que ocurrió esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro día, en el Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo. Y me acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia al entrar en la clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se clavaron en mí sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había quedado colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.
Encontrá los títulos de Abelardo Castillo en nuestro catálogo.
Ella llegó al Colegio Nacional en el último año de mi bachillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella cosa extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz, lo mismo que ese tenue aroma a laurel cuyo origen, fácil de adivinar, era una bolsita colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró en el aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le causábamos, cuarenta muchachones rígidos, burlonamente rígidos junto a los bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para encontrar sus ojos de animalito espantado. Habló. Dijo algo acerca de que buscaba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y que la llamáramos señorita Eugenia, simplemente. Alguien, entonces, en voz alta –lo bastante alta como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–, se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que debía insinuarnos “pueden sentarse”, nosotros ya estábamos sentados y ella reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se había quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.
Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta: acaso fue por aquellas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita Eugenia dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa. De todos modos, cuando se lo dijeron ya lo sabía. “Me parece que la vieja…”, le dijeron, y Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había adivinado desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba cuando él, acercándose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima, como si la recitara para ella.
–Este Hernán es un degenerado.
Te admiraban, Hernán.
–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.
Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí, tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán de un modo tan extraño que me dio asco–, lo que es peor, con el corazón vacío.
–A que sí.
Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina y gratuita, como un lamparón de crueldad. Y fue aceptada de inmediato, en medio de ese regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo a los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se atrevería –como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante de todos y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos, Hernán, nacieron para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.
–A que no.
–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el pizarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide. Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra de maldad. Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro. La mujer, extrañada, levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba por favor, lea usted esto, y después de unos segundos se llevó temblando la mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:
–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.
El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos pudieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella lo miraba. Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro hizo una mueca significativa a los otros, se sintió molesto. Tuvo el presentimiento de que todo podía complicarse o, acaso, al oír que ella hablaba de las cosas imposibles (“hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta”) pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía echarse atrás, aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca. Por eso, sin pensarlo más, él la invitó a dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron cómo la infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:
–Préstame las llaves del coche.
Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien pronunciaba mi nombre:
–Hernán.
–Qué quieren –pregunté.
Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba. Como me acuerdo de todo lo que ocurrió esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro día, en el Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo. Y me acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia al entrar en la clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se clavaron en mí sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había quedado colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.
Encontrá los títulos de Abelardo Castillo en nuestro catálogo.
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Noche de teatro en francés.
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El escritor español Álvaro Pombo gana el Premio Cervantes 2024
El jurado destaca “su extraordinaria personalidad creadora, su lírica singular y su original narración”
Había sido recomendado por Esther Tusquets. Pombo le hizo llegar El hijo adoptivo, que no le entusiasmó. Pero Herralde se interesó por otro título del que Pombo había hablado en una entrevista. El héroe de las mansardas de Mansard. “Quedamos deslumbrados”, ha rememorado Herralde, “un escritor fabuloso con un universo y un lenguaje (el reinado del hipérbaton) que no se parecía a ningún otro”. En 1983 ganó el primer Premio Herralde de Novela y estrenó la colección Panorama de Narrativas. Herralde escribiría a Francisco Umbral subrayando el valor del genio que estaba seguro de haber descubierto. Comenzaba una carrera como narrador que le llevó, pasado el tiempo, a ingresar en la Real Academia Española desde 2004 (Letra j, después de Pedro Laín Entralgo). Le propuso, entre otros, Luis Mateo Díez, ganador del Premio Cervantes del año pasado y miembro del jurado de este.
Entre sus novelas destacan El temblor del héroe (Premio Nadal, 2012), El cielo raso (Premio Fundación José Manuel Lara, 2001), La fortuna de Matilda Turpin (Premio Planeta, 2006), Donde la mujeres (Premio Nacional de Narrativa, 1996) o El héroe de las mansardas de Mansard (Premio Herralde, 1983). En poesía, su vocación primigenia, destacan desde Protocolos (1973) hasta Los enunciados protocolarios (2009). Además de su faceta literaria, tuvo su incursión en política, vinculado al partido Unión Progreso y Democracia, hoy desaparecido. En las elecciones de 2008 encabezó la lista de UPyD al Senado por la Comunidad de Madrid, candidatura en la que repitió en 2011.
En su pasada edición el Cervantes había premiado a un narrador, Luis Mateo Díez, después de una inopinada racha de cinco poetas: Rafael Cadenas, Cristina Peri Rossi, Francisco Brines, Joan Margarit e Ida Vitale, que recibió el premio en 2018. Este año, Álvaro Pombo, que, como decía Vicent, es un escritor singular, que es poeta y que también es poema: “He aquí a un escritor cuya personalidad trasciende la literatura hasta el punto de que su mejor libro es el propio Álvaro Pombo de carne y hueso”.
Sergio C. Fanjul / Jordi Amat
El escritor Álvaro Pombo (Santander, 85 años) es el Premio Cervantes 2024. Lo anunciaron este martes, en rueda de prensa, el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, y la directora general del Libro y Fomento de la Lectura, María José Gálvez. El jurado destacó “su extraordinaria personalidad creadora, su lírica singular y su original narración”, y también señaló que en sus creaciones “muestra el mundo a través de la construcción de un lenguaje en el que las deformaciones de la realidad aparecen reflejadas bajo el disfraz de la ironía y del humor”.
Dotado con 125.000 euros, el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, como se llama oficialmente, es el gran y prestigioso laurel que viene a coronar la carrera de un escritor. Es el fruto de años de éxito sostenido: esa inusual mezcla de trabajo duro, buena fortuna y talento innato. Se concede anualmente por el Ministerio de Cultura a propuesta de la Asociación de Academias de la Lengua Española y se entrega en una solemne ceremonia, en Alcalá de Henares, el 23 de abril, Día del Libro, en conmemoración del fallecimiento del autor de El Quijote.
De vida dizque bohemia, de gorro en la cabeza y pinta marinera, de buhardilla libresca que navega en el barrio de Argüelles, donde se asoma a la llegada de los vencejos, Pombo tiene en su haber una larga trayectoria que incluye géneros como la novela, el ensayo y la poesía. Y una figura singular. “El caballero de la rosa de los vientos”, lo describió Manuel Vicent en una semblanza, donde también le retrata como “escritor con aire de hidalgo un poco tronado”. Uno al que no es extraño ver tomar el fresco, en mitad del bullicio urbano, por los bancos de su barrio, como si viviera en otros ritmos. Ocurrente y afable tras sus gafitas redondas, heterodoxo, a veces también ha sido escandaloso.
De mal escolapio a gran escritor
A finales de los cincuenta, en la revista de un colegio mayor de Madrid, el Aquinas, pudo leerse el primer artículo de Pombo. Era un niño de buena familia santanderina que había sido un mal estudiante de los escolapios. Sus intereses: la poesía y la filosofía. Su rostro de aguilucho paseaba por el patio con el enorme Index Aristotelicus de Herman Bonitz bajo el brazo. Allí conoció al luego filósofo José Antonio Marina, con el que hablaba del Doctor Faustus de Thomas Mann. Pombo repetía un verso de Wallace Stevens: “Para ser poeta hay que serlo constantemente”. Lo tomó en serio. Un día le dio a Marina un artículo titulado Rainer María Rilke, la realidad como misión. Allí yacía una semilla de su narrativa: “El artista toma sus propios sentimientos y, en lugar de decirlos arrastrando en ellos su peculiar sensación del mundo, los pone ante sí, los objetiva, narrándolos como otra cosa más entre las cosas”.
Sus años universitarios en Filosofía son los años del franquismo en los que José Luis López Aranguren construye una conciencia crítica desde el cristianismo. Pombo, en su discurso de entrada en la RAE, años mas tarde, quiso reconocerse en ese legado con palabras que incluían también a Pedro Laín. “La integridad personal de estos hombres que hicieron posible no solo la renovación del cristianismo en España, sino también de la renovación de España con la democracia”. Al terminar la carrera pensó en opositar a profesor de instituto, pero decidió marchar a Londres. Allí trabajó como limpiador de una oficina del Banco Urquijo, sacando brillo a la cubertería de familias acomodadas o de telefonista. En 1970 retomó los estudios. En 1973 publica Protocolos, su primer libro de poesía con prólogo de Luis Felipe Vivanco.
Aún en Londres escribió un libro de cuentos: Relatos de la falta de sustancia. Le pidió un prólogo a Aranguren y Juan Benet le hizo llegar el original a Rosa Regás, que en 1977 lo publicó en su editorial La Gaya Ciencia. Una de las mejores lectoras españolas, Carmen Martín Gaite, escribió sobre el libro. Ese año Pombo ganaba con Variaciones el premio de poesía El Bardo. Hasta el 77 vivió en el ajetreado Londres de la época, donde consiguió el Bachelor of Arts en el Birkbeck College y siguió manteniendo aquellos diversos oficios, en una experiencia vital de once años que le marcó para siempre.
Dotado con 125.000 euros, el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, como se llama oficialmente, es el gran y prestigioso laurel que viene a coronar la carrera de un escritor. Es el fruto de años de éxito sostenido: esa inusual mezcla de trabajo duro, buena fortuna y talento innato. Se concede anualmente por el Ministerio de Cultura a propuesta de la Asociación de Academias de la Lengua Española y se entrega en una solemne ceremonia, en Alcalá de Henares, el 23 de abril, Día del Libro, en conmemoración del fallecimiento del autor de El Quijote.
De vida dizque bohemia, de gorro en la cabeza y pinta marinera, de buhardilla libresca que navega en el barrio de Argüelles, donde se asoma a la llegada de los vencejos, Pombo tiene en su haber una larga trayectoria que incluye géneros como la novela, el ensayo y la poesía. Y una figura singular. “El caballero de la rosa de los vientos”, lo describió Manuel Vicent en una semblanza, donde también le retrata como “escritor con aire de hidalgo un poco tronado”. Uno al que no es extraño ver tomar el fresco, en mitad del bullicio urbano, por los bancos de su barrio, como si viviera en otros ritmos. Ocurrente y afable tras sus gafitas redondas, heterodoxo, a veces también ha sido escandaloso.
De mal escolapio a gran escritor
A finales de los cincuenta, en la revista de un colegio mayor de Madrid, el Aquinas, pudo leerse el primer artículo de Pombo. Era un niño de buena familia santanderina que había sido un mal estudiante de los escolapios. Sus intereses: la poesía y la filosofía. Su rostro de aguilucho paseaba por el patio con el enorme Index Aristotelicus de Herman Bonitz bajo el brazo. Allí conoció al luego filósofo José Antonio Marina, con el que hablaba del Doctor Faustus de Thomas Mann. Pombo repetía un verso de Wallace Stevens: “Para ser poeta hay que serlo constantemente”. Lo tomó en serio. Un día le dio a Marina un artículo titulado Rainer María Rilke, la realidad como misión. Allí yacía una semilla de su narrativa: “El artista toma sus propios sentimientos y, en lugar de decirlos arrastrando en ellos su peculiar sensación del mundo, los pone ante sí, los objetiva, narrándolos como otra cosa más entre las cosas”.
Sus años universitarios en Filosofía son los años del franquismo en los que José Luis López Aranguren construye una conciencia crítica desde el cristianismo. Pombo, en su discurso de entrada en la RAE, años mas tarde, quiso reconocerse en ese legado con palabras que incluían también a Pedro Laín. “La integridad personal de estos hombres que hicieron posible no solo la renovación del cristianismo en España, sino también de la renovación de España con la democracia”. Al terminar la carrera pensó en opositar a profesor de instituto, pero decidió marchar a Londres. Allí trabajó como limpiador de una oficina del Banco Urquijo, sacando brillo a la cubertería de familias acomodadas o de telefonista. En 1970 retomó los estudios. En 1973 publica Protocolos, su primer libro de poesía con prólogo de Luis Felipe Vivanco.
Aún en Londres escribió un libro de cuentos: Relatos de la falta de sustancia. Le pidió un prólogo a Aranguren y Juan Benet le hizo llegar el original a Rosa Regás, que en 1977 lo publicó en su editorial La Gaya Ciencia. Una de las mejores lectoras españolas, Carmen Martín Gaite, escribió sobre el libro. Ese año Pombo ganaba con Variaciones el premio de poesía El Bardo. Hasta el 77 vivió en el ajetreado Londres de la época, donde consiguió el Bachelor of Arts en el Birkbeck College y siguió manteniendo aquellos diversos oficios, en una experiencia vital de once años que le marcó para siempre.
Una editorial quebrada
Ya en España siguió publicando con Regás, hasta que La Gaya Ciencia quebró. Autor de un cierto prestigio en circuitos culturales, se había quedado sin editorial y temía que su carrera quedase truncada. Fue entonces cuando recibió la llamada de Jorge Herralde, que estaba virando la línea de Anagrama para pasar de ser una editorial de combate ideológico a una editorial que privilegiaría la narrativa.Había sido recomendado por Esther Tusquets. Pombo le hizo llegar El hijo adoptivo, que no le entusiasmó. Pero Herralde se interesó por otro título del que Pombo había hablado en una entrevista. El héroe de las mansardas de Mansard. “Quedamos deslumbrados”, ha rememorado Herralde, “un escritor fabuloso con un universo y un lenguaje (el reinado del hipérbaton) que no se parecía a ningún otro”. En 1983 ganó el primer Premio Herralde de Novela y estrenó la colección Panorama de Narrativas. Herralde escribiría a Francisco Umbral subrayando el valor del genio que estaba seguro de haber descubierto. Comenzaba una carrera como narrador que le llevó, pasado el tiempo, a ingresar en la Real Academia Española desde 2004 (Letra j, después de Pedro Laín Entralgo). Le propuso, entre otros, Luis Mateo Díez, ganador del Premio Cervantes del año pasado y miembro del jurado de este.
Un mal momento
“Andamos en el griterío constante, en un mal momento, me parece a mí”, se quejaba el autor en una entrevista con este periódico en 2023, un momento de ruido y polarización que le parecía similar al que precedió a la Guerra Civil, y que retrata en su novela Santander, 1936, entonces galardonada con el premio Francisco Umbral. Uno más en su larga retahíla de galardones, que este Cervantes viene a culminar. “No somos muy de escucharnos los unos a los otros. Hoy no se entiende bien la gente. No conversan, lo ves en la televisión”, añadía. “A los líderes de los años treinta les caracterizaba una gran elocuencia, se contemplaban auténticas peleas de oradores. Todo tuvo un componente muy verbal”. La verbalidad que, tal vez, ahora se explaya en las redes sociales, aunque sea en otros códigos. Una verbalidad que también Pombo ha explotado: ha escrito muchos libros, pero muchos otros, en los últimos años, los ha dictado, lo que para algunos también ha otorgado a su prosa un particular sonido.Entre sus novelas destacan El temblor del héroe (Premio Nadal, 2012), El cielo raso (Premio Fundación José Manuel Lara, 2001), La fortuna de Matilda Turpin (Premio Planeta, 2006), Donde la mujeres (Premio Nacional de Narrativa, 1996) o El héroe de las mansardas de Mansard (Premio Herralde, 1983). En poesía, su vocación primigenia, destacan desde Protocolos (1973) hasta Los enunciados protocolarios (2009). Además de su faceta literaria, tuvo su incursión en política, vinculado al partido Unión Progreso y Democracia, hoy desaparecido. En las elecciones de 2008 encabezó la lista de UPyD al Senado por la Comunidad de Madrid, candidatura en la que repitió en 2011.
En su pasada edición el Cervantes había premiado a un narrador, Luis Mateo Díez, después de una inopinada racha de cinco poetas: Rafael Cadenas, Cristina Peri Rossi, Francisco Brines, Joan Margarit e Ida Vitale, que recibió el premio en 2018. Este año, Álvaro Pombo, que, como decía Vicent, es un escritor singular, que es poeta y que también es poema: “He aquí a un escritor cuya personalidad trasciende la literatura hasta el punto de que su mejor libro es el propio Álvaro Pombo de carne y hueso”.
Sergio C. Fanjul / Jordi Amat
Diario El País, España, 12 de noviembre de 2024
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Muy buena conferencia en la Biblioteca
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Los ojos de Celina, cuento de Bernardo Kordon
En la tarde blanca de calor, los ojos de Celina me parecieron dos pozos de agua fresca. No me retiré de su lado, como si en medio del algodonal quemado por el sol hubiese encontrado la sombra de un sauce. Pero mi madre opinó lo contrario: “Ella te buscó, la sinvergüenza.” Estas fueron sus palabras. Como siempre no me atreví a contradecirle, pero si mal no recuerdo fui yo quien se quedó al lado de Celina con ganas de mirarla a cada rato. Desde ese día la ayudé en la cosecha, y tampoco esto le pareció bien a mi madre, acostumbrada como estaba a los modos que nos enseñó en la familia. Es decir, trabajar duro y seguido, sin pensar en otra cosa. Y lo que ganábamos era para mamá, sin quedarnos con un solo peso. Siempre fue la vieja quien resolvió todos los gastos de la casa y de nosotros.
Mi hermano se casó antes que yo, porque era el mayor y también porque la Roberta parecía trabajadora y callada como una mula. No se metió en las cosas de la familia y todo siguió como antes. Al poco tiempo ni nos acordábamos que había una extraña en la casa. En cambio con Celina fue diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para el trabajo. Por eso mi mamá le mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para ver si aprendía de una vez.
Para peor a Celina se le ocurrió que como ya estábamos casados, podíamos hacer rancho aparte y quedarme con mi plata. Yo le dije que por nada del mundo le haría eso a mamá. Quiso la mala suerte que la vieja supiera la idea de Celina. La trató de loca y nunca la perdonó. A mí me dio mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma distinta que todos nosotros. Y me dolió ver quejosa a mi madre. Me reprochó que yo mismo ya no trabajaba como antes, y era la pura verdad. Lo cierto es que pasaba mucho tiempo al lado de Celina. La pobre adelgazaba día a día, pero en cambio se le agrandaban los ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos grandes. Nunca me cansé de mirárselos.
Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en el campo como una burra y tuvo su segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que ella, la Roberta paría machitos para el trabajo. En cambio con Celina no tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero mi madre nos criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba enojada, como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos que Celina debía dejar de joder en la casa y que de eso se encargaría ella. Después se quedó hablando con mi hermano y esto me dio mucha pena, porque ya no era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora solamente se entendían mi madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir en el sulky con una olla y una arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o un gualicho en el monte para arreglar a Celina. No me atreví a preguntarle nada. Siempre me dio miedo ver enojada a mamá.
Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo saldríamos de paseo al río. Jamás se mostró amiga de pasear los domingos o cualquier otro día, porque nunca faltó trabajo en casa o en el campo. Pero lo que más me extrañó fue que ordenó a Celina que viniese con nosotros, mientras Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos.
Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando éramos muchachitos. Mi madre parecía alegre y más joven. Preparó la comida para el paseo y enganchó el caballo al sulky. Después nos llevó hasta el recodo del río.
Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le dijo a Celina que fuese a enterrar la damajuana de vino en la arena húmeda. Le dio también la olla envuelta en arpillera:
—Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la ensalada.
Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí un grito de Celina que me puso los pelos de punta. Después me llamó con un grito largo de animal perdido. Quise correr hacia allí, pero pensé en brujerías y me entró un gran miedo. Además mi madre me dijo que no me moviera de allí.
Para peor a Celina se le ocurrió que como ya estábamos casados, podíamos hacer rancho aparte y quedarme con mi plata. Yo le dije que por nada del mundo le haría eso a mamá. Quiso la mala suerte que la vieja supiera la idea de Celina. La trató de loca y nunca la perdonó. A mí me dio mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma distinta que todos nosotros. Y me dolió ver quejosa a mi madre. Me reprochó que yo mismo ya no trabajaba como antes, y era la pura verdad. Lo cierto es que pasaba mucho tiempo al lado de Celina. La pobre adelgazaba día a día, pero en cambio se le agrandaban los ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos grandes. Nunca me cansé de mirárselos.
Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en el campo como una burra y tuvo su segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que ella, la Roberta paría machitos para el trabajo. En cambio con Celina no tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero mi madre nos criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba enojada, como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos que Celina debía dejar de joder en la casa y que de eso se encargaría ella. Después se quedó hablando con mi hermano y esto me dio mucha pena, porque ya no era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora solamente se entendían mi madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir en el sulky con una olla y una arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o un gualicho en el monte para arreglar a Celina. No me atreví a preguntarle nada. Siempre me dio miedo ver enojada a mamá.
Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo saldríamos de paseo al río. Jamás se mostró amiga de pasear los domingos o cualquier otro día, porque nunca faltó trabajo en casa o en el campo. Pero lo que más me extrañó fue que ordenó a Celina que viniese con nosotros, mientras Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos.
Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando éramos muchachitos. Mi madre parecía alegre y más joven. Preparó la comida para el paseo y enganchó el caballo al sulky. Después nos llevó hasta el recodo del río.
Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le dijo a Celina que fuese a enterrar la damajuana de vino en la arena húmeda. Le dio también la olla envuelta en arpillera:
—Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la ensalada.
Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí un grito de Celina que me puso los pelos de punta. Después me llamó con un grito largo de animal perdido. Quise correr hacia allí, pero pensé en brujerías y me entró un gran miedo. Además mi madre me dijo que no me moviera de allí.
Celina llegó tambaleándose como si ella sola hubiese chupado todo el vino que llevó a refrescar al río. No hizo otra cosa que mirarme muy adentro con esos ojos que tenía y cayó al suelo. Mi madre se agachó y miró cuidadosamente el cuerpo de Celina. Señaló:
—Ahí abajo del codo.
—Mismito allí picó la yarará —dijo mi hermano.
Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los ojos y volvió a mirarme.
—Una víbora —tartamudeó—. Había una víbora en la olla.
Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en la frente para dar a entender que Celina estaba loca. Lo cierto es que no parecía en su sano juicio: le temblaba la voz y no terminaba las palabras, como un borracho de lengua de trapo.
Quise apretarle el brazo para que no corriese el veneno, pero mi madre dijo que ya era demasiado tarde y no me atreví a contradecirle. Entonces dije que debíamos llevarla al pueblo en el sulky. Mi madre no me contestó. Apretaba los labios y comprendí que se estaba enojando. Celina volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de incorporarse. A todos se nos ocurrió que el veneno no era suficientemente fuerte. Entonces mi madre me agarró del brazo.
—Eso se arregla de un solo modo —me dijo—. Vamos a hacerla correr.
Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le dijimos que debía correr para sanarse. En verdad es difícil que alguien se cure en esta forma: al correr, el veneno resulta peor y más rápido. Pero no me atreví a discutirle a mamá y Celina no parecía comprender gran cosa. Solamente tenía ojos —¡qué ojos!— para mirarme, y me hacía sí con la cabeza porque ya no podía mover la lengua.
Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de vuelta a casa. Celina apenas si podía mover las piernas, no sé si por el veneno o el miedo de morir. Se le agrandaban más los ojos y no me quitaba la mirada, como si fuera de mí no existiese otra cosa en el mundo. Yo iba en el sulky y le abría los brazos como cuando se enseña a andar a una criatura, y ella también me abría los brazos, tambaleándose como un borracho. De repente el veneno le llegó al corazón y cayó en la tierra como un pajarito.
La velamos en casa y al día siguiente la enterramos en el campo. Mi madre fue al pueblo para informar sobre el accidente. La vida continuó parecida a siempre, hasta que una tarde llegó el comisario de Chañaral con dos milicos y nos llevaron al pueblo, y después a la cárcel de Resistencia.
Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo la historia de la víbora en la olla. ¡Y la creímos tan callada como una mula! Siempre se hizo la mosquita muerta y al final se quedó con la casa, el sulky y lo demás.
—Ahí abajo del codo.
—Mismito allí picó la yarará —dijo mi hermano.
Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los ojos y volvió a mirarme.
—Una víbora —tartamudeó—. Había una víbora en la olla.
Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en la frente para dar a entender que Celina estaba loca. Lo cierto es que no parecía en su sano juicio: le temblaba la voz y no terminaba las palabras, como un borracho de lengua de trapo.
Quise apretarle el brazo para que no corriese el veneno, pero mi madre dijo que ya era demasiado tarde y no me atreví a contradecirle. Entonces dije que debíamos llevarla al pueblo en el sulky. Mi madre no me contestó. Apretaba los labios y comprendí que se estaba enojando. Celina volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de incorporarse. A todos se nos ocurrió que el veneno no era suficientemente fuerte. Entonces mi madre me agarró del brazo.
—Eso se arregla de un solo modo —me dijo—. Vamos a hacerla correr.
Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le dijimos que debía correr para sanarse. En verdad es difícil que alguien se cure en esta forma: al correr, el veneno resulta peor y más rápido. Pero no me atreví a discutirle a mamá y Celina no parecía comprender gran cosa. Solamente tenía ojos —¡qué ojos!— para mirarme, y me hacía sí con la cabeza porque ya no podía mover la lengua.
Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de vuelta a casa. Celina apenas si podía mover las piernas, no sé si por el veneno o el miedo de morir. Se le agrandaban más los ojos y no me quitaba la mirada, como si fuera de mí no existiese otra cosa en el mundo. Yo iba en el sulky y le abría los brazos como cuando se enseña a andar a una criatura, y ella también me abría los brazos, tambaleándose como un borracho. De repente el veneno le llegó al corazón y cayó en la tierra como un pajarito.
La velamos en casa y al día siguiente la enterramos en el campo. Mi madre fue al pueblo para informar sobre el accidente. La vida continuó parecida a siempre, hasta que una tarde llegó el comisario de Chañaral con dos milicos y nos llevaron al pueblo, y después a la cárcel de Resistencia.
Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo la historia de la víbora en la olla. ¡Y la creímos tan callada como una mula! Siempre se hizo la mosquita muerta y al final se quedó con la casa, el sulky y lo demás.
Lo que sentimos de veras con mi hermano fue separamos de la vieja, cuando la llevaron para siempre a la cárcel de mujeres. Pero la verdad es que no me siento tan mal. En la penitenciaría se trabaja menos y se come mejor que en el campo. Solamente que quisiera olvidar alguna noche los ojos de Celina cuando corría detrás del sulky.
Encuentre libros de Bernardo Kordon en nuestro catálogo.
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