Raymond Chandler (1888-1959), el escritor norteamericano nacido en la ciudad de Chicago el 23 de julio de 1888, con su renombrado investigador Philipe Marlowe, no habrá de quedar al margen de la influencia ajedrezada. En efecto, el juego tendrá protagonismo en su tercera novela, La ventana siniestra (The high window) , que es de 1942.
Allí Marlowe presenta el caso de una dama, Elizabeth Murdock, que contrata al detective para recuperar una moneda de oro, bastante rara, el doblón Brasher, que había sido acuñada en la ciudad de Nueva York en 1787, la que fue robada por su nuera. Estaba valuada en más de diez mil dólares, resultando adquirida en forma ilegal por un numismático, que es asesinado, así como lo propio acontece con otro investigador privado, quien se supone había ofrecido esa moneda. Pero habría luego un tercer asesinato en la trama el cual, no obstante, terminaría por ser considerado un suicidio. Habrá que esperar al capítulo quince para que haga su triunfal irrupción el ajedrez. Y lo hace cuando Marlowe estaba meditando sobre el caso:
“Las piezas del ajedrez, de hueso blanco y rojo, estaban alineadas y listas para la batalla, y tenían ese aspecto emocionante, competente y complicado que siempre tienen al comienzo del juego…Abrí un libro de torneos forrado en papel manteca y editado en Leipzig, escogí un atrayente gambito de reina, moví el peón blanco a reina cuatro y entonces sonó el timbre de la puerta…”.
Marlowe, de investigador, pasó rápidamente a la categoría de investigado. Es que la policía creía que él era responsable de uno de los asesinatos en los que tuvo una participación incidental, pero sospechosa. El diálogo con sendos representantes de la ley se dio alrededor de una mesa de ajedrez, en los siguientes términos:
“-¿Juega mucho al ajedrez? –inquirió, mirando las piezas.
-Mucho no, A veces me entretengo con una partida, mientras pienso.
-¿No se necesitan dos personas para jugar al ajedrez?
-Reproduzco torneos que han sido archivados y publicados, Hay mucha literatura sobre el ajedrez. A veces resuelvo problemas. Estos son de ajedrez propiamente dicho. ¿Para qué hablamos de ajedrez? ¿Un trago?”.
Estaba claro que Marlowe, en esas circunstancias, tenía otros problemas más acuciantes que resolver, que los que se daban en el entramado escaqueado. Y terminaría por resolverlo todo. Era muy tranquilizador para Elizabeth Murdock imputar a la nuera poco querida, en vez de poner las miradas en su hijo, implicado en una red de sobornos, falsificaciones y crímenes. Y más tranquilizador lo era si se tenía en cuenta que la propia Murdock había sido, mucho tiempo atrás, la responsable del asesinato de su primer marido, el que fue arrojado por la ventana, la que entonces sería por siempre siniestra, pese a que el crimen siempre se había mantenido oculto. Sobre el final de la obra, Chandler pone a Marlowe en una actitud más reposada, de “tarea cumplida”, describiendo el momento del siguiente modo:
“Era de noche. Volví a casa, me puse la ropa más vieja y más cómoda, coloqué las piezas sobre el tablero de ajedrez, me preparé un cóctel y me concentré en otra jugada de Capablanca. Se requerían cincuenta y nueve movidas. Ese ajedrez hermoso, frío, sin remordimientos, casi tétrico en su silenciosa implacabilidad.
Cuando hube terminado escuché por un momento los ruidos que entraban por la ventana abierta y aspiré el perfume de la noche. Luego llevé mi vaso a la cocina, lo llené con agua helada y permanecí frente al fregadero sorbiéndolo a tragos cortos y mirándome la cara en el espejo.
-Tú y Capablanca – dije”.
Y así, con una imagen de una partida disputada por dos colosos, Marlowe y Capablanca (¡el genio cubano, una vez más!), se cerró definitivamente el telón de un relato de Chandler en el que el ajedrez iba a ser compañía, y le iba a permitir cavilar apropiadamente, a su afamado inspector Marlowe.
Chandler reincidiría con el ajedrez en El largo adiós de 1953 donde su detective Marlowe le hace frente con hidalguía nada menos que a un Steinitz (¿el propio campeón mundial?):
“Era una noche tranquila y la casa parecía más vacía que de costumbre. Saqué el juego de ajedrez y jugué la defensa francesa contra Steinitz. Me ganó en cuarenta y cuatro movimientos, pero lo hice sudar un par de veces…”.
Ese inicial y legítimo interrogante lo contesta el autor muy poco después, al decir:
“…Si hubiera llamado media hora antes podría haberme sentido lo suficiente molesto como para mandar al diablo a Steinitz… si éste no hubiera muerto hacía cincuenta años y yo no estuviera jugando contra un libro de ajedrez”.
Marlowe, a quien le gustaban casi por igual las mujeres, la bebida y el ajedrez (¡vaya conjunción de vicios!), sostenía que el oficio de detective se parecía bastante a los de ajedrecista o boxeador, en particular a la hora de decidir si hacerle preguntas a un sospechoso o dejar que el hombre se consuma, jugar con su psicología, hasta que largue todo:
“Todo buen policía lo sabe. Se parece bastante al ajedrez o al boxeo. A alguna gente hay que acorralarla y hacerle perder la serenidad. Pero a otros simplemente se los abofetea y ellos terminan golpeándose a sí mismos…”.
Marlowe, además de buen detective, tenía una finísima ironía, como lo demuestra en el siguiente párrafo en el que se vale del ajedrez para hacer un tiro por elevación que, si bien incluye al juego, debe ser visto como un disparo hacia otro lado:
“Ella colgó el auricular y yo saqué el tablero de ajedrez. Llené la pipa, coloqué las piezas y jugué una partida de campeonato entre Gortchakoff y Meninkin, setenta y dos movimientos hasta llegar a tablas, un ejemplo inapreciable de la fuerza irresistible que se encuentra con el objeto inanimado, batalla sin armadura, guerra sin sangre y derroche tan elaborado de inteligencia humana como se puede encontrar en todas partes, excepto en una agencia de publicidad”.
Mientras trataba de resolver algún que otro crimen, mientras su cerebro incursionaba en lugares algo peligrosos, el ajedrez podía ser una adecuada fuente de inspiración y de sosiego. Para ello:
“Puse el tablero de ajedrez sobre la mesita y preparé un problema llamado La Esfinge. Está impreso en el libro sobre ajedrez de Blackburn,[2] el mago del ajedrez inglés, probablemente el jugador más dinámico que haya existido, aunque no hubiera salido primero en el tipo de ajedrez de guerra fría que se juega en nuestros días. La Esfinge tiene once movimientos y justifica su nombre. Los problemas de ajedrez raras veces tienen más de cuatro o cinco movimientos. Más allá de ahí, la dificultad para resolverlos crece casi en proporción geométrica. Un problema con once movimientos es una tortura completa, sin ninguna adulteración.
Muy de cuando en cuando, en momentos en que me siento completamente desgraciado, lo preparo y busco una nueva manera de resolverlo. Es una forma agradable y tranquila de volverse loco. Uno ni siquiera grita, aunque le falte poco…”.
Chandler, en novela negra, con su clásico personaje de Marlowe, tuvo al ajedrez en su pensamiento y en su pluma. Un escritor más, uno tan popular como prestigioso, que tuvo al juego en el mundo de su literatura.
“Las piezas del ajedrez, de hueso blanco y rojo, estaban alineadas y listas para la batalla, y tenían ese aspecto emocionante, competente y complicado que siempre tienen al comienzo del juego…Abrí un libro de torneos forrado en papel manteca y editado en Leipzig, escogí un atrayente gambito de reina, moví el peón blanco a reina cuatro y entonces sonó el timbre de la puerta…”.
Marlowe, de investigador, pasó rápidamente a la categoría de investigado. Es que la policía creía que él era responsable de uno de los asesinatos en los que tuvo una participación incidental, pero sospechosa. El diálogo con sendos representantes de la ley se dio alrededor de una mesa de ajedrez, en los siguientes términos:
“-¿Juega mucho al ajedrez? –inquirió, mirando las piezas.
-Mucho no, A veces me entretengo con una partida, mientras pienso.
-¿No se necesitan dos personas para jugar al ajedrez?
-Reproduzco torneos que han sido archivados y publicados, Hay mucha literatura sobre el ajedrez. A veces resuelvo problemas. Estos son de ajedrez propiamente dicho. ¿Para qué hablamos de ajedrez? ¿Un trago?”.
Estaba claro que Marlowe, en esas circunstancias, tenía otros problemas más acuciantes que resolver, que los que se daban en el entramado escaqueado. Y terminaría por resolverlo todo. Era muy tranquilizador para Elizabeth Murdock imputar a la nuera poco querida, en vez de poner las miradas en su hijo, implicado en una red de sobornos, falsificaciones y crímenes. Y más tranquilizador lo era si se tenía en cuenta que la propia Murdock había sido, mucho tiempo atrás, la responsable del asesinato de su primer marido, el que fue arrojado por la ventana, la que entonces sería por siempre siniestra, pese a que el crimen siempre se había mantenido oculto. Sobre el final de la obra, Chandler pone a Marlowe en una actitud más reposada, de “tarea cumplida”, describiendo el momento del siguiente modo:
“Era de noche. Volví a casa, me puse la ropa más vieja y más cómoda, coloqué las piezas sobre el tablero de ajedrez, me preparé un cóctel y me concentré en otra jugada de Capablanca. Se requerían cincuenta y nueve movidas. Ese ajedrez hermoso, frío, sin remordimientos, casi tétrico en su silenciosa implacabilidad.
Cuando hube terminado escuché por un momento los ruidos que entraban por la ventana abierta y aspiré el perfume de la noche. Luego llevé mi vaso a la cocina, lo llené con agua helada y permanecí frente al fregadero sorbiéndolo a tragos cortos y mirándome la cara en el espejo.
-Tú y Capablanca – dije”.
Y así, con una imagen de una partida disputada por dos colosos, Marlowe y Capablanca (¡el genio cubano, una vez más!), se cerró definitivamente el telón de un relato de Chandler en el que el ajedrez iba a ser compañía, y le iba a permitir cavilar apropiadamente, a su afamado inspector Marlowe.
Chandler reincidiría con el ajedrez en El largo adiós de 1953 donde su detective Marlowe le hace frente con hidalguía nada menos que a un Steinitz (¿el propio campeón mundial?):
“Era una noche tranquila y la casa parecía más vacía que de costumbre. Saqué el juego de ajedrez y jugué la defensa francesa contra Steinitz. Me ganó en cuarenta y cuatro movimientos, pero lo hice sudar un par de veces…”.
Ese inicial y legítimo interrogante lo contesta el autor muy poco después, al decir:
“…Si hubiera llamado media hora antes podría haberme sentido lo suficiente molesto como para mandar al diablo a Steinitz… si éste no hubiera muerto hacía cincuenta años y yo no estuviera jugando contra un libro de ajedrez”.
Marlowe, a quien le gustaban casi por igual las mujeres, la bebida y el ajedrez (¡vaya conjunción de vicios!), sostenía que el oficio de detective se parecía bastante a los de ajedrecista o boxeador, en particular a la hora de decidir si hacerle preguntas a un sospechoso o dejar que el hombre se consuma, jugar con su psicología, hasta que largue todo:
“Todo buen policía lo sabe. Se parece bastante al ajedrez o al boxeo. A alguna gente hay que acorralarla y hacerle perder la serenidad. Pero a otros simplemente se los abofetea y ellos terminan golpeándose a sí mismos…”.
Marlowe, además de buen detective, tenía una finísima ironía, como lo demuestra en el siguiente párrafo en el que se vale del ajedrez para hacer un tiro por elevación que, si bien incluye al juego, debe ser visto como un disparo hacia otro lado:
“Ella colgó el auricular y yo saqué el tablero de ajedrez. Llené la pipa, coloqué las piezas y jugué una partida de campeonato entre Gortchakoff y Meninkin, setenta y dos movimientos hasta llegar a tablas, un ejemplo inapreciable de la fuerza irresistible que se encuentra con el objeto inanimado, batalla sin armadura, guerra sin sangre y derroche tan elaborado de inteligencia humana como se puede encontrar en todas partes, excepto en una agencia de publicidad”.
Mientras trataba de resolver algún que otro crimen, mientras su cerebro incursionaba en lugares algo peligrosos, el ajedrez podía ser una adecuada fuente de inspiración y de sosiego. Para ello:
“Puse el tablero de ajedrez sobre la mesita y preparé un problema llamado La Esfinge. Está impreso en el libro sobre ajedrez de Blackburn,[2] el mago del ajedrez inglés, probablemente el jugador más dinámico que haya existido, aunque no hubiera salido primero en el tipo de ajedrez de guerra fría que se juega en nuestros días. La Esfinge tiene once movimientos y justifica su nombre. Los problemas de ajedrez raras veces tienen más de cuatro o cinco movimientos. Más allá de ahí, la dificultad para resolverlos crece casi en proporción geométrica. Un problema con once movimientos es una tortura completa, sin ninguna adulteración.
Muy de cuando en cuando, en momentos en que me siento completamente desgraciado, lo preparo y busco una nueva manera de resolverlo. Es una forma agradable y tranquila de volverse loco. Uno ni siquiera grita, aunque le falte poco…”.
Chandler, en novela negra, con su clásico personaje de Marlowe, tuvo al ajedrez en su pensamiento y en su pluma. Un escritor más, uno tan popular como prestigioso, que tuvo al juego en el mundo de su literatura.
Sergio Ernesto Negri
Chessbase
[2] Una imprecisión ajedrecística de Chandler. El problema en cuestión, el de la esfinge (“the sphynx”, en el original) no corresponde a Blackburn (en rigor Blackburne) sino a otro jugador inglés, Staunton, quien lo incluyó en la primera edición, publicada en 1847, de su manual de ajedrez: “The Chess-Player’s Handbook”. En ella aparece el problema con un diagrama presentando la siguiente posición: Blancas: Pa2-Ab2-Df4-Rg5-Ph5 (5 piezas); Negras: Rg8-Tf8-Ph7-Pf5-Pg4-Pb4-Pa3-Cb1-Ta1 (9 piezas) En la página 518 se da la solución que sería: 1.Dc4+ Tf7; 2. Ag7 Rxg7; 3.Dd4+ Rg8; 4.Dd8+ Tf8; 5. Dd5+ Tf7; 6. Rh6 g3; 7. Dd8+ Tf8; 8. De7 Tf7: 9. Dg5+ Rh8; 10. Dd8+ Tf8; 11. Dxf8++. Para seguir con las incorrecciones, que no alteran por supuesto la esencia de la mención del ajedrez en el contexto de la novela, el mate no se produce tras once jugadas, como se dice en el pasaje y en la edición de ese libro, sino en menos jugadas. Y desde ya que hay un error en el libro ya que la torre en a1 y el caballo en b1 son de color blanco y no de coloratura negra. Como editor de la revista Chess Player’s Chronicle, fue el propio Staunton quien reconociera ello, lo que hizo en el número 28 del 10 de julio de ese año (p. 267). Allí el maestro inglés dice que el problema de la esfinge: “puede ser resuelto en menos de once jugadas. El error fue rápidamente descubierto y ya ha sido corregido”, lo que se prometía para una segunda edición del libro.
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