Mi primer encuentro con William Henry Hudson tuvo lugar en La Habana hace veinte años. Su nombre era entonces Guillermo Enrique Hudson y fue Borges quien me llamó la atención sobre su obra. Borges, bilingüe, hablaba de La Tierra púrpura en español y de Allá lejos y hace tiempo con ternura argentina. Como cosa de magia había cruzado ahora la calle Belascoain con la luz verde propicia y atravesado un portal para dirigirme a una de esas librerías de viejo de La Habana de entonces que debían llamarse de viejos por su clientela toda ancien régime. Esa tarde luminosa, tiempo de fiesta y no de encuesta, l’après-midi d’un fan o de siesta a dos había dejado a Miriam Gómez entre ejercicios didácticos de un dudosos dramaturgo (la palabra dramaturgo, alemana, se pronunciaba gutural en español para poder oír a Bertolt Brecht detrás) que era un argentino de Berlín del Este, de la Banda Oriental política. Como Antón Arrufat, amigo y amante de Conrad, me había dicho que esta librería de viejo, oscura y poco frecuentada antes, estaba en liquidación forzosa, entré decidido. Venía buscando a Hudson y no sabía si lo encontraría nunca. Observé enseguida que apenas había libros en esa librería ya en los estertores.
Miré sin esperanza a un anaquel casi vacío detrás de mí y entre el polvo presente y la marca clara de la ausencia de cada libro, fantasmas fugaces, vi materializarse un tomo y un lomo y el nombre de Nostromo. ¡Coño, Conrad! Pero a su lado, compañero, había otro libro otro título y otro nombre: G.E. Hudson –Allá lejos y hace tiempo. ¿Coincidencia? Tal vez. Pero pienso que fue más bien el llamado de la llanura púrpura, el encanto de los espacios abiertos, el embrujo de la pampa. Me había encontrado con la corriente de Hudson. Agarré el libro como a una balsa el náufrago. Era a principios de 1962 y los libros viejos y nuevos comenzaban a escasear tanto como la comida. Quiero decir libros libres, literatura, pero si a uno le gusta la propaganda podría encontrar cantidad de ella en todas partes de esa ciudad que fue sólo una finca y un bar para Hemingway, un prostíbulo masculino para Somerset Maugham y un burdel y un casino para su seguro servidor Graham Greene. No quería que un cliente más rápido que mi vista alcanzara ahora el libro primero y me ganara en apropiarme de este escritor inglés nacido en Argentina de padres americanos que vivió y pasó hambre y miseria y murió en Londres, allá lejos y hace tiempo.
Este libro (iluminado, ilustrado con primor ingenuo), apenas en español. Traducido en Argentina del inglés, insondable idioma para el traductor fue la primera obra de Hudson que leí y fue toda una ocasión, desde el azar de la compra hasta la lectura propuesta. Estaba encantado, deleitado, embrujado, a pesar del idioma de los argentinos que Hudson compartió pero yo no. Hudson escribía de un tiempo remoto para mí, de veras desde hace tiempo y allá lejos, pero yo hice de su tiempo el mío y juntos los dos recorrimos la misma pampa del recuerdo.
Este libro (iluminado, ilustrado con primor ingenuo), apenas en español. Traducido en Argentina del inglés, insondable idioma para el traductor fue la primera obra de Hudson que leí y fue toda una ocasión, desde el azar de la compra hasta la lectura propuesta. Estaba encantado, deleitado, embrujado, a pesar del idioma de los argentinos que Hudson compartió pero yo no. Hudson escribía de un tiempo remoto para mí, de veras desde hace tiempo y allá lejos, pero yo hice de su tiempo el mío y juntos los dos recorrimos la misma pampa del recuerdo.
Luego vino el exilio. Mío, de Miriam Gómez, de mis hijas. No fue súbito ni dramático sino lento y furtivo, pero no por ello menos doloroso. ¿Qué importa cómo te corten el cordón? Siempre queda el ombligo. Casi sin saberlo me encontré perdido en la niebla literaria de Londres de Chelsea a Kensington, en ese Wild West End que oscilaba entre hostil y hospitalario. Nostálgico entre amnésicos nunca olvidé La Habana. Hudson y yo compartíamos ahora el mismo pasado, el mismo pasto, idénticas pasturas grises que fueron verdes un día. Su pampa de sueños, por siempre quieta, fue mi Gulf Stream of consciousness, mi monólogo exterior siempre fluyendo, consciente, inconsciente y ambos, la pampa y el mar, eran infinitos porque el recuerdo no tiene orillas.
Hudson fluía como el río de la memoria (Támesis, Mnemósine) y leí cuantos libros suyos tuve al alcance de mi mano. Era muy pobre entonces, más pobre que Hudson en Londres tal vez, pero me las compuse. Hay muchas bibliotecas de préstamo en Londres, librerías ambulantes y cada una se podía explorar su territorio. Hudson found, Hudson sound. La búsqueda era deliberada y sin el temblor del azar de aquella librería de La Habana Vieja. Hice descubrimientos americanos en cada libro suyo, trouvailles, lo que un exilado de América como él y un exilado de Europa o de África o de Asia, exilados de todas partes hacia otras partes, un exilado cualquiera puede apreciar de veras. Sus libros son todos el libro del éxodo.
Recuerdo un momento, sólo un atisbo, un instante fugaz en un libro suyo cuyo nombre no puedo recordar ahora, tal vez más tarde. (Pero el título no es importante, sólo su duración en el tiempo fue eterna.) El escritor, él mismo Hudson o yo mismo, mientras baja una calle de Londres oye un pájaro. Sólo recuerdo (¡y qué recuerdo!) al escritor bajando por la calle de adoquines desiguales que no había alcanzado todavía el asfalto democrático, en Chelsea, sí. Pero no parece que se abrirá esa puerta verde Sloane Avenue o de Bywater Street. Mientras el pájaro sigue cantando el verano o a lo que cantan los pájaros en verano. Cuando por fin se abre la puerta el exilado le pregunta a la mujer que vino a abrir si ese pájaro (el brazo erguido, la mano extendida, el dedo índice señalando el sonido) canta en su patio. La mujer asiente. “¿Es por casualidad un pájaro de Argentina?” pregunta Hudson. La mujer dice que sí. Lo trajo ella misma de Buenos Aires donde vivió por un tiempo. Hudson, tan alto, tan flaco, tan frágil con su larga barba blanca y su cabellera cana flotando en la brisa de verano inglés, albino en Albión, se queda ahí de pie y no se mueve ni dice nada, ahí de pie oyendo. No a la mujer que no habla, sino al pájaro que canta. Luego él también asiente.
Hudson se ha dado cuenta de que el pájaro que canta no vino de la Argentina. Viene de su niñez y de sus sueños, desde el pasado. Ese pájaro llega, ahora lo recuerdo, de la añoranza y se llama nostalgia. Ese pájaro (de su pampa, de mi sabana y mi Habana, de las praderas, de los llanos, de las estepas europeas) puede oírlo cantar todo exilado en todas partes, siempre. Es el ruiseñor del emperador que regresa.
Guillermo Cabrera Infante
22 de abril de 1980
Hudson fluía como el río de la memoria (Támesis, Mnemósine) y leí cuantos libros suyos tuve al alcance de mi mano. Era muy pobre entonces, más pobre que Hudson en Londres tal vez, pero me las compuse. Hay muchas bibliotecas de préstamo en Londres, librerías ambulantes y cada una se podía explorar su territorio. Hudson found, Hudson sound. La búsqueda era deliberada y sin el temblor del azar de aquella librería de La Habana Vieja. Hice descubrimientos americanos en cada libro suyo, trouvailles, lo que un exilado de América como él y un exilado de Europa o de África o de Asia, exilados de todas partes hacia otras partes, un exilado cualquiera puede apreciar de veras. Sus libros son todos el libro del éxodo.
Recuerdo un momento, sólo un atisbo, un instante fugaz en un libro suyo cuyo nombre no puedo recordar ahora, tal vez más tarde. (Pero el título no es importante, sólo su duración en el tiempo fue eterna.) El escritor, él mismo Hudson o yo mismo, mientras baja una calle de Londres oye un pájaro. Sólo recuerdo (¡y qué recuerdo!) al escritor bajando por la calle de adoquines desiguales que no había alcanzado todavía el asfalto democrático, en Chelsea, sí. Pero no parece que se abrirá esa puerta verde Sloane Avenue o de Bywater Street. Mientras el pájaro sigue cantando el verano o a lo que cantan los pájaros en verano. Cuando por fin se abre la puerta el exilado le pregunta a la mujer que vino a abrir si ese pájaro (el brazo erguido, la mano extendida, el dedo índice señalando el sonido) canta en su patio. La mujer asiente. “¿Es por casualidad un pájaro de Argentina?” pregunta Hudson. La mujer dice que sí. Lo trajo ella misma de Buenos Aires donde vivió por un tiempo. Hudson, tan alto, tan flaco, tan frágil con su larga barba blanca y su cabellera cana flotando en la brisa de verano inglés, albino en Albión, se queda ahí de pie y no se mueve ni dice nada, ahí de pie oyendo. No a la mujer que no habla, sino al pájaro que canta. Luego él también asiente.
Hudson se ha dado cuenta de que el pájaro que canta no vino de la Argentina. Viene de su niñez y de sus sueños, desde el pasado. Ese pájaro llega, ahora lo recuerdo, de la añoranza y se llama nostalgia. Ese pájaro (de su pampa, de mi sabana y mi Habana, de las praderas, de los llanos, de las estepas europeas) puede oírlo cantar todo exilado en todas partes, siempre. Es el ruiseñor del emperador que regresa.
Guillermo Cabrera Infante
22 de abril de 1980
G.E. Hudson nació un día como hoy hace 180 años, el 4 de agosto de 1841, en Quilmes, y falleció en Londres el 18 de agosto de 1922.
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