F La historia de la biblioteca que se transformó en un equipo de fútbol - Carlos Sánchez Viamonte

La historia de la biblioteca que se transformó en un equipo de fútbol

"La biblioteca que migró al fútbol" forma parte del libro de crónicas de Juan Mascardi Ni tan héroes, ni tan locos, ni tan solitarios. Aquí, una historia tan inverosímil como encantadora.


Los ex jugadores se disfrazan de jugadores. El ropaje es anacrónico. Camiseta mitad amarilla y mitad roja cruzada en diagonal, pantalones a discreción, pompones en las medias, zapatillas para algunos, para otros botines usados. Se reencuentran y se cambian en un vestuario ajeno. Dos décadas después pretenden entonar los viejos cánticos. Desafinan con el ritmo de Sobreviviendo del cantautor Víctor Heredia. Le cambian la letra:

Tomamos vino puro en damajuana
y los boludos dicen que es marihuana…

Luego, el anti-insulto, la canción que desconcertaba a los rivales.

Ay qué ordinarios
son los contrarios
ellos tocan el bombo con la manguera,
eso a nosotros si nos desespera

Salen a la cancha. Hay menos de veinte simpatizantes desperdigados en las gradas de madera y cuatro banderas: ‘Enamórese’, ‘La vida ataca a los molinos’, ‘San Eduardo contigo puedo’ y ‘Tristeza aquí no entrás’. El viejo director técnico Dionisio Rubio, un ex comisario que abandonó la Policía de Santa Fe por no aceptar las órdenes criminales que emitía la cúpula de la fuerza durante la dictadura de Jorge Rafael Videla, habla. Les habla.

“Hoy es un día histórico para el fútbol. Esto es muy hermoso porque nos volvemos a encontrar después de veinte años. Ustedes fueron verdaderos cracks, jugadores que convocaban hinchas de otros clubes que venían a verlos”.

Dionisio se agacha y abre una canasta.

“Nuestro símbolo de paz y libertad fue la paloma”.

En efecto, la casaca alternativa de la Biblioteca Ameghino era blanca, lisa con una paloma en el pecho. De la canasta salen un puñado de aves. La escena es surrealista. Los pájaros vuelan. Los jugadores aplauden. El DT vestido de DT continúa con el simulacro y da una brevísima charla técnica. Nosotros tratamos de grabar con tres cámaras la mayor cantidad de detalles, gestos y sonidos. Somos los responsables del disfraz. Deseamos contar la historia de la biblioteca transformada en equipo de fútbol y sugerimos una consigna casi como una exigencia: si el equipo se reencuentra deben jugar vestidos de jugadores. En la propuesta decimos “vestidos”, jamás “disfrazados”. El simulacro crece, los actores actúan y se apropian de su pasado.


De pompones y relax

Los ex jugadores no pueden meterle un gol al equipo juvenil del club Jorge Newbery de la Liga de Venado Tuerto. La ficción propuesta para el documental es un fiasco. Los ex jugadores se cansan a los quince minutos. Los partenaires no se dejan ganar y meten un golazo. Nadie entiende nada. Dionisio se exalta. Sobre el final, Lalo Pieroni, el volante derecho devenido en psicólogo aprovecha un rebote en el travesaño y la mete con el arco libre. El partido termina 1 a 1. Nosotros tenemos algunos inserts de apoyo para ‘vestir’ las entrevistas. Yo me quedo con ganas de entrar a la cancha, como lo hizo cierta vez el escritor Osvaldo Soriano.

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Un hombre medio gordo, medio pelado, medio canoso, medio tímido, medio petiso pregunta:

—Disculpen, ¿esta es la Biblioteca Ameghino?

Un grupo de directivos, hinchas y lectores, en su mayoría jóvenes recién salidos de la escuela secundaria, hacen lo de siempre: juegan al truco, pintan paredes, recauchutan libros, diseñan acciones, debaten ideas, componen canciones. Están en el hall de la Biblioteca Florentino Ameghino de Venado Tuerto, el espacio que literalmente tomaron en 1984 cuando la reapertura democrática dejó de ser una promesa. Están en una ciudad ubicada en plena Pampa Húmeda, en el centro del polo agroexportador más importante de Argentina. Están en el sur de la provincia que tiene forma de bota: Santa Fe. Están tan concentrados en lo que están haciendo que responden automáticamente: “sí, ésta es la Biblioteca Ameghino”.

—Yo soy Osvaldo Soriano, hoy tengo que dar una conferencia.

Los muchachos no reconocen al escritor sin rostro, al columnista sin foto. Los jóvenes que siempre devoraban las contratapas del innovador diario Página 12 jamás habían leído un libro de Soriano. El autor de las novelas Triste, solitario y final y No habrá más pena ni olvido había regresado a la Argentina luego de un prolongado exilio en Bélgica y se acercó a esa particular experiencia cultural que mezclaba literatura con fair play. Se quedó en la ciudad todo el fin de semana. “Hubo una amistad con Osvaldo hasta el día de su muerte”, recuerda Pablo Sevilla, bibliotecario y dirigente futbolístico en la Biblioteca Florentino Ameghino. “Él era un intelectual que amaba el fútbol”.

Soriano no fue el único escritor que recorrió los 370 kilómetros por la ruta nacional 8 para llegar a Venado Tuerto. Desde Buenos Aires, otros intelectuales hicieron el mismo camino: Tomás Abraham, Beatriz Sarlo y Juan Carlos Portantiero, entre otros. Y, desde Uruguay, llegaron Eduardo Galeano y Mario Benedetti.

“El fútbol tiene la significación de una guerra sin muertos, pero con conflicto. Con drama, reflexión e ironía. Y amalgama a la familia, cosa que no consigue la política”. Así, el Gordo Soriano, definía su pasión, su eterno amor de infancia. Porque Soriano es, ante todo, futbolista. El narrador que hasta los 20 años jugó de centrodelantero en las áridas tierras australes, el autor que imaginó al hijo de Butch Cassidy como árbitro en un partido de fútbol en la Patagonia, fue uno de los pocos intelectuales que traspasó el espacio de los libros para cumplir un deseo: salir a la cancha junto a esa infrecuente formación donde el arquero vestía un buzo que emulaba un frac y los jugadores portaban bermudas a cuadros como un mantel.

—Fue en un partido en Murphy —dice Pablo Sevilla—. A mí me tocaba, de algún modo, cuidarlo. Soriano salió a la cancha con el plantel.

El equipo posa para la foto. El Gordo está de pie en el margen izquierdo abrazado al capitán Marcelo Sevilla y al arquero Marcelo Dabove, de frac, vincha y sonrisas. Minutos antes de comenzar el partido, Pablo, el dirigente, se acerca hasta el escritor porque lo nota conmovido, excitado.

—¿Te pasa algo, Osvaldo?
—Daría todos los libros que escribí en mi vida por volver a jugar al fútbol.

El día que Soriano salió junto al equipo de Venado Tuerto

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El perfil del DT es desconcertante. Dionisio Rubio quiebra el estereotipo del policía duro y se autoproclama como guía, es el camino de acceso para contar la historia. El hombre al frente de la dirección técnica de un equipo rebelde, con ideas que marchaban a contramano de los estándares conservadores de la época, transformó su propio pasado. La Biblio fue la experiencia que le permitió canjear las miserias humanas que vio en la fuerza del orden por el andar displicente y aventurado de un equipo de fútbol. Rubio se pregunta por qué los jueces no renunciaron a sus cargos durante la dictadura si no había Justicia. Él lo hizo, su enroque fue menos balas y más goles.

Un mes antes del partido simulado lo convocamos a una reunión de producción. El objetivo: que Rubio convoque uno por uno a los integrantes del equipo para un partido de reencuentro. Dioni tiene los números de varios de sus exdirigidos prolijamente anotados en una agenda de cuero. Disca, tono, hablan. Algunos se sorprenden por la comunicación telefónica, otros aseguran que aún poseen los pantalones a rayas multicolores. La mayoría se compromete para el partido. Nosotros grabamos las llamadas.

“Goles de la campaña 87-88” dice en la portada de un CD. Dionisio posee un archivo fotográfico cronológico, impecable, detallado. Hay afiches, artículos con análisis que hablan de la cultura y del fútbol y postales. Él puede reconstruir los pasos del equipo como si tuviera las figuritas difíciles de un álbum deportivo de moda. El CD gira en off. El relator vuelve a detallar gambetas y goles. Dionisio escucha en trance. El reencuentro ya está organizado.

Antes de irse, advierte: “Me gustaría hacer una suelta de palomas”.

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Pablo Sevilla está sentado en el patio interno de la Biblioteca junto al poeta Walter Abaca, uno de los empedernidos hinchas que durmió al calor de una estufa varias madrugadas en este mismo lugar. “Dormíamos acá, nos tapábamos con las banderas”, recuerda el poeta. Pero el impulso de los muchachos de la Biblio tiene su génesis durante la oscuridad de la dictadura.

—En Venado Tuerto también hubo desaparecidos políticos, faltaban, pero nadie preguntaba por ellos — dice el bibliotecario.

En 1981, dos años antes de la caída de los militares, nace el Grupo Luz. Pablo, de 17 años por aquella época, rememora una acción concreta que considera un punto de quiebre: la convocatoria a una muestra de arte “sin censura” en la plaza. La campaña de difusión fue de altura: colgaron carteles en postes del tendido eléctrico a varios metros de la superficie, muy altos, para que la policía no pudiera alcanzarlos. El lema fue: “Estamos vivos, luz y entremos a la plaza”. El primer acto fue en octubre de ese año. Asistieron seis mil personas en una ciudad que hoy tiene más de cien mil habitantes. La gente comenzó a entrecruzarse, a intercambiar ideas, a reconocerse, a aparecer. “Vivir en esa época fue terrible, penosa, porque a pesar de mi edad yo era muy consciente de los que ocurría en el país”.

Llevamos casi dos horas de grabación con Pablo Sevilla. Es la tercera entrevista que le hacemos. Ya estuvimos en la plaza de Venado Tuerto y en el patio de la biblioteca asediándolo. Ahora, que estamos entre libros, le pregunto cómo llegó la idea del balompié.

—Eso fue surgiendo entre el límite permitido, en el filo de la navaja. La idea original de la Biblio eran los libros y que la gente se acercara a los libros. Luego, pensamos que el fútbol también podía sumar. Después de un mes de asados nos preguntamos por qué no jugar en la Liga Venadense. El fútbol y la biblioteca forman parte de la cultura de la gente, no tienen que estar separados.

Los jóvenes no entendían por qué a las bibliotecas se las asociaba con una atmósfera de solemnidad. El devenir se fue dando instintivamente. Una de las primeras ideas del grupo fue pintar el frente de la Biblioteca con un estilo psicodélico, multicolor, para que los estudiantes que aún usaban pantalones grises y corbatas azules no tuvieran miedo de ingresar. También escribieron poemas en las paredes y sacaron las mesas y los libros a la calle. Dicen que todo lo hacían con felicidad, que no era un trabajo común: dormían, se levantaban, tomaban mate y seguían trabajando. Era algo que les pertenecía y aún hoy les pertenece. Para Pablo, el hombre, el legado de la Biblio “es la experiencia misma”. Haber participado de aquella experiencia.

Así pintaron el frente de la Biblio de Venado Tuerto

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Para un argentino el asado es una misa pagana. No es solo el arte de la cocción de los distintos cortes de la vaca en una parrilla desgrasándose al calor de las brasas. Es un encuentro interminable que puede dividirse en etapas: selección de la carne, encendido de la fogata, ritual del vino tinto, comunión alrededor de fuego, degustación del manjar y extensa sobremesa. En algunos de los cientos de asados en la Biblioteca se empezó a gestar la idea de armar un equipo de fútbol y afiliarlo a una de las ligas más voluminosas de Latinoamérica: 30 equipos divididos en dos categorías. Los futbolistas coinciden: las grandes ideas se gestaron en un asado.

A media cuadra del epicentro ideológico había una carnicería que les proveía la materia prima para las ideas. Su dueño, un tal Mussini: tano temperamental que poco a poco fue seducido por la bohemia y el buen juego. Marcelo Sevilla, poeta, actor, exquisito volante central y capitán del equipo, recuerda que el carnicero no solo les fiaba sino también los atendía en horarios atípicos: “Le caíamos a las tres de la mañana, nos abría el local y nos daba la carne”.

Más allá de la seducción y más acá del temperamento, el poeta Abaca todavía tiembla cuando rememora la persecución de madrugada del tano que lo corrió cuchilla en mano, en calzoncillos y en cuero por la impertinencia del horario para adquirir una tira de asado. No obstante, Mussini entendió que con la puesta en escena de una acción de pura emoción violenta no iba a conseguir el dinero adeudado y cambió la estrategia. Cierta mañana irrumpió en la Biblioteca, quebrando la calma y la serenidad de los lectores.

Gritó: “¡Todos estos libros son míos!”.

Para apaciguar la ansiedad, los asadores le canjearon el trofeo de un campeonato oficial por un par de kilos de carne. El tano lo exhibió durante tres semanas entre las achuras y los chorizos.

En una sociedad de doctrina fabril, donde el trabajo es la automatización de las tareas, los muchachos de la Biblio construyeron en las extensas pausas de una democracia en pañales sus más brillantes ideas. Una tarde, en el patio de la Biblioteca se toparon con una pelota que formaba parte de la utilería de una obra de teatro infantil y se pusieron a jugar. Era verano y en las ciudades argentinas se suelen promover campeonatos estivales donde los amateurs pueden cumplir el sueño de sus vidas. ¿Y si nos anotamos en el torneo? Ese hecho fue el puntapié inicial para dar un paso más: afiliar una Biblioteca en una liga de la Asociación del Fútbol Argentino.

La filosofía del grupo era dedicarle tiempo completo al proyecto. “Era la vida cotidiana vivida de manera grupal, interactuada y siempre pensando en alternativas”. Marcelo Sevilla sostiene que las cosas ocurrieron gracias al contacto entre la gente. Aquellas personas que estuvieron recluidas en sus propios hogares durante los seis años de una dictadura sangrienta se empezaron a mezclar. “Se arrimó mucha gente y de todas las edades. Se organizaron peñas, se imprimieron revistas. Fue una experiencia colectiva y cultural. Pensábamos en cómo vivir siendo felices todo el día y no de a ratos”.

Los hechos sucedían en simultáneo: el fútbol, las peñas, los bailes, los libros, las charlas. Todo desbordaba y estaban enloquecidos, era la vida misma la que les iba poniendo leyes en la boca. Ante tanto desparpajo la sociedad los tildó de vagos, hippies y faloperos. Cómo podía ser que esos jóvenes estuvieran de asado en asado todas las noches y que se pusieran a bailar en la vereda a cualquier hora.

No sólo los intelectuales: La Mona Jiménez y el cuarteto en la Biblio

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Dionisio Rubio llega con una pata de ternera. Hay panes saborizados, salsa criolla, chimichurri, mayonesa, kétchup y cuchillos. Una versión posmoderna del asado, una especie de fast food cárnico de moda donde se va derecho al grano: cortar, embadurnar y deglutir. Si bien no hay ritual, a nosotros nos permite recrear un encuentro dos décadas después según nuestras propias necesidades audiovisuales. Los exjugadores, exdirectivos, y exsimpatizantes están amontonados en el quincho del club Jorge Newbery, el equipo más ganador de toda la historia de la Liga de Venado, plantel que ahora dirige Marcelo Sevilla. Como en un reencuentro de graduados de la escuela secundaria la evocación del pasado está en la esencia pero aquí no hay una parodia del pasado sino la puesta en palabras de una experiencia fundante.

En el libro de Matías Bauso Dirigentes, Decencia y Wines sobre la obra periodística de antológico periodista deportivo Dante Panzeri se analiza la denominada ‘Máquina de River’ de los años ’40. Dice Panzeri: “El fútbol jamás podrá ser trabajo, puesto que es artesanía del atrevimiento, no del cálculo”(1). La Máquina fue un equipo multicampeón e innovador por la colaboración y el despliegue donde “todos suben, todos bajan, unos entran y otros salen”. El excomisario admira profundamente las ideas de Adolfo Pedernera y de aquel equipo de River. Él aplicó ese estilo cuatro décadas después.

—El crack no es un jugador individual sino el equipo en su conjunto. En mi equipo no hay enganches ni jugadores encumbrados, tienen que laburar todos— dice Rubio.

La rigidez y la estampa de Rubio contrastaban con la desfachatez de los jugadores que se disfrazaban como payasos pero jugaban seriamente. En el almuerzo ya no lo tratan de “usted”: pasó mucho tiempo y los players no son tan jóvenes. Dionisio, no obstante, es una especie de tutor, de formador. Muchos de ellos siendo niños jugaron en las divisiones inferiores de Centenario, equipo que el policía dirigía en sus ratos libres. Dionisio imponía algunas reglas: no matar pajaritos con gomeras, mostrar el boletín de calificaciones de la escuela.

Algunos exjugadores aún están transpirados. Casi ninguno se saca la casaca amarilla y roja que emula el equilibrio del yin y el yan. Comen y se ríen en clave irónica. Yo los veo como figuritas, esas figuritas redondas que venían en plano medio para completar los álbumes de los años felices. Las limitaciones del documental televisivo reduce la historia en tiempo y espacio y convierte a los personajes en bustos parlantes: son figuritas que hablan.

“Jugar nos producía alegría”, dice el Gringo Bianco, un 9 rubio, grandote y corpulento al estilo Batistuta de la primera época. Omar Panza Majul, odontólogo, volante y goleador recuerda que no fueron pocos los que “se arrimaron a jugar al fútbol y terminaron leyendo una poesía”. Julio Cinquepalmi, plomero y gasista, es el más viejo y el que aún conserva la fibra del deporte en su físico. Con más de 50 años aún hoy sigue jugando. Era el 10 del equipo, un jugador rentado que optó por resignar cobrar suculentos sueldos para sumarse “a pulmón” a la Biblio. La historia dice que cuando jugó en las inferiores de Argentinos Juniors el mismísimo Diego Maradona fue suplente suyo. “Dejábamos a la vista del espectador lindas jugadas, un fútbol vistoso”.

El fútbol de la Biblio era solidario y colaborativo. Un centrodelantero podía bajar y sumarse en la defensa como así también un marcador central tenía la libertad de permitirse un lujo. “Intentábamos practicar un fútbol armonioso y alegre”, dice Dionisio, que entregaba un meticuloso informe por escrito a cada jugador y otro colectivo luego de cada partido.

El Newell´s campeón de Yudica también se enfrentó a la Biblio

El extravagante equipo jugaba de local en San Eduardo, a 17 kilómetros de Venado Tuerto, una localidad olvidada por la cartografía mundial. La única forma de llegar al pueblo es por un camino de tierra. Aún hoy, los días de lluvia, el paraje queda incomunicado. Cuando llegó la Biblio, los pobladores inmediatamente se apropiaron del equipo. Los jugadores eran una especie de “estrellas” y Dionisio reformulaba las reglas de la infancia: les tenía prohibido sobrepasarse con las mujeres de allí.

La mesa se hace larga e intensa como en las reuniones familiares de fin de año. La acumulación de una anécdota sobre otra hace que la reconstrucción histórica sea fragmentada, subjetiva, imposible. Ya tenemos casi diez horas de material para un documental de 26 minutos.

Algo extraño le ocurrió a otro equipo el año de la afiliación de la Biblio en la Liga. El plantel completo de Centenario quedó en libertad de acción por un error administrativo y como los jugadores no tenían en dónde jugar varios se sumaron al proyecto cultural-deportivo. Eso le dio volumen y dimensión al sueño que se gestó al calor de los asados. Luego aparece Dionisio, el DT de la infancia, el policía romántico, el amante de Pedernera.

Los integrantes del proyecto aceptaron al azar como aliado. El primer partido oficial de la Biblio se jugó un mes después de lo previsto. Esto hizo que se incrementaran los gastos y con la recaudación de las entradas era imposible sanear la deuda con el banco. El mismo domingo, luego del match, la comisión directiva se reunió y decidieron por unanimidad apostar el dinero que disponían en el casino para poder cancelar la deuda. La comisión lo dejó registrado en un acta y Pablo Sevilla, junto a otros integrantes, viajaron hasta Corral de Bustos, una localidad en el sur de la provincia de Córdoba. Fue un viaje relámpago. En 15 minutos de ruleta ya habían ganado el dinero que necesitaban.

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Un partido decisivo frente a uno de los equipos más poderosos de la Liga fue en Firmat. El relator de la radio de la ciudad vecina buscaba definiciones. En la previa criticó duramente a los jugadores de la Biblio por su aspecto desalineado y por comer junto a los hinchas unos pollos a la parrilla debajo de una arboleda. Durante el match, el equipo jugó su mejor juego y ganó. Al finalizar el encuentro el relator concluyó: “Serán lo que serán pero juegan bien”.

La televisión se empecina en montar acciones efímeras. Un highlight que justifique la emoción o la sensiblería inmediata condensada en un par de segundos. La escenificación del partido simulado fue la excusa del encuentro. El audiovisual posee enormes ventajas narrativas como así también limitaciones de lenguaje. Los relatos se encarcelan en encuadres, el montaje reduce y condensa sin piedad una década de pura vida, el flash-back viene a nosotros, la historia no viaja al pasado sino el pasado se reactualiza. El disfraz de jugador no es ridículo, los jugadores de la Biblio se vistieron de ellos mismos en el presente y al igual que Osvaldo Soriano volvieron a salir a la cancha un tiempo después.

Las canciones de Joan Manuel Serrat y Silvio Rodríguez en las tribunas, las banderas como consignas de defensa extrema a la vida, las flores repartidas en el día de la madre, los pompones multicolores en las medias, las pantalones a cuadros y los aplausos a los goles exquisitos de los adversarios son sólo detalles decorativos de un proyecto pleno. El bicampeonato 1987-1988 de la Liga Venadense de Fútbol es la expresión máxima sobre cómo se puede sostener con alegría y desparpajo un plan con argumentos, con amor, con dedicación.

Eduardo Galeano dejó su estampa en la Biblio

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La sobremesa se extiende. Yo me retiro unos metros más allá del quincho y le pregunto a Marcelo Sevilla qué es la utopía.

—Es el horizonte que no se alcanza nunca. Es ese lugar de luz que uno quiere llegar. La utopía es el presente.

No es nostalgia por lo que fue y no volvió a ser. No es tristeza por el alejamiento de un pasado que puede tironear con la potencia de una cinchada sostenida por recuerdos precisos. No es la remembranza teñida de humor, chanzas, amagues, asados, libros y goles que crece mientras más se alejan de un tiempo que ya pasó. Tal vez sea un poco de todo. O tal vez sean la desmemoria y el olvido los antídotos que les permiten a los jugadores avanzar en otros roles, en otros puestos, en otras funciones donde ellos mismos son sus propios directores técnicos. El devenir como potrero plagado de banderas, canciones y tribunas que siempre acompañaron en paralelo los nuevos caminos, los asientos contables, los divanes, los remedios, los caños de termofusión, otros bancos de suplentes. Si la utopía es el presente, la utopía ya pasó.

“A la juventud se la entiende recordando cómo éramos nosotros. Y el fútbol es primero quehacer de jóvenes, luego de maduros”, Dante Panzeri escribe sobre los protagonistas admirados por Dionisio: ‘La Máquina de River’, las estrellas que revolucionaron el fútbol. El modelo que el viejo DT pudo plasmar en la Biblio reactualizando las ideas del team de los’40 en una liga de campo. Dionisio fue actor de un engranaje híbrido, interpretó la esencia y dejó que las cosas sucedan dando lugar al imprevisto, a esa desmesura juvenil de un grupo de pibes que primero vivían, después jugaban. Siempre vivían.

Además de la fiesta jugaban bien: el equipo campeón de la Liga Venadense

El libro se presentó en Plataforma Lavardén de Rosario. Junto a Juan Mascardi estuvo el escrito Javier Núñez quien definió a las crónicas del libro como "una celebración de las cosas simples que valen la pena". Luego agregó: "Como si se empeñara en rescatar eso que otros no ven —o no les resulta digno de ser mirado—; aquello que no cabe en otros formatos o que resulta limitado por la tiranía de la inmediatez de la noticia. Mascardi busca, indaga, explora". 

Juan Mascardi
Rosario Plus

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