Alemania se vuelca en las celebraciones del aniversario de la institución, reparando el error histórico de hace un siglo, cuando los nazis forzaron su cierre y provocaron el exilio de sus líderes.
La Bauhaus abrió sus puertas hace un siglo. El 1 de abril de 1919, los estudiantes cruzaron por primera vez el umbral. Los profesores, todavía alojados en hoteles, empezaron a trabajar en seminarios que alternaban la artesanía y los saberes técnicos, con el objetivo de generar un arte adaptado a las necesidades de la sociedad alemana de posguerra. Las facciones más conservadoras de Weimar pusieron el grito en el cielo: en sus aulas había mujeres y hasta extranjeros. El cataclismo bélico había dejado la moral nacional por los suelos, pero también provocado la ilusión de un nuevo comienzo. Cientos de jóvenes llegaron a la ciudad donde murieron Goethe y Schiller para participar en la gran aventura de la escuela, que terminaría cambiando el rumbo del arte. “Juntos, déjenos desear, concebir y crear la nueva estructura del futuro, que un día se elevará hacia las alturas, como el símbolo de cristal de una nueva fe”, rezaba su rimbombante manifiesto, escrito en letra gótica y poco minimalista dirigiéndose al público.
Un siglo después, el poderoso mito de la Bauhaus ha terminado imponiéndose respecto a la realidad, adornada casi desde el primer día con una infinitud de leyendas apócrifas. Por ejemplo, la sede de la escuela no siempre tuvo aspecto de fábrica: el primer edificio fue un pabellón art nouveau heredado del siglo anterior. Y esa nueva escuela tampoco brotó de la nada ni hizo tabula rasa con el pasado. En realidad, empezó siendo la refundación de una escuela de arte fundada en Weimar en 1860. El duque de Sajonia confió su liderazgo a Walter Gropius, arquitecto visionario que había tenido una iluminación en las trincheras de la Primera Guerra Mundial: el viejo mundo había desaparecido y de poco servía aferrarse a sus certezas. En la modernidad que adivinaba en el horizonte, se iban a volver inservibles. “Bauhaus fue un nuevo nombre para una vieja escuela”, resume el rector de la Bauhaus-Universidad de Weimar, Winfried Spielkamp, heredera de la institución original, que sigue apostando por un programa interdisciplinar en el que “la tecnología, la ciencia y el diseño suman fuerzas para alcanzar nuevas ideas y formas de trabajar”.
En la ciudad donde todo empezó, los vecinos exhiben un orgullo ante el centenario que contrasta con la furia que la escuela despertó entre sus antepasados. Hasta el punto de provocar, en 1925, su traslado a Dessau, enclave industrial situado a un centenar de kilómetros al noroeste, donde la escuela alcanzó su plenitud de la mano de un claustro donde había profesores como Mies van der Rohe, Marcel Breuer, Josef Albers, László Moholy-Nagy, Paul Klee y Vasili Kandisnki. Todos ellos convivieron en ese mítico renglón de viviendas situado en un bosque cercano a la escuela. Como las dos ciudades que le sirvieron de cuna, toda Alemania saca pecho, encadenando homenajes y conmemoraciones, corrigiendo lo sucedido hace un siglo, cuando los nazis forzaron el cierre de la escuela en 1933 y provocaron el exilio de sus líderes.
En Weimar, se inaugura este sábado el nuevo Bauhaus Museum, a cargo de la arquitecta Heike Hanada. En mayo, le sucederá la restauración de la única huella arquitectónica de la escuela que queda en la ciudad: la Haus am Horn, vivienda de ángulos rectos que fue decorada con muebles diseñados por los estudiantes. En Dessau se abrirá otro museo en septiembre, que acogerá una colección de 50.000 objetos de la Bauhaus, proyectado por la agencia barcelonesa Addenda. Y en Berlín, a la espera de la ampliación del Bauhaus-Archiv de cara a 2022, la Haus der Kulturen der Welt acaba de inaugurar una exposición que rememora los vínculos del movimiento con las culturas no occidentales. La muestra levanta la sospecha de la socorrida apropiación cultural. La Bauhaus bebió de otras tradiciones, pero luego estas se reapropiaron de sus máximas, utilizándolas para afianzar el paso a la modernidad en arte y arquitectura, como sucedió desde Brasil hasta China.
Walter Gropius
A diferencia de otros movimientos, la Bauhaus ha envejecido bien. “Gropius dijo una vez que no era un estilo, sino una actitud. Su herencia consiste en permanecer abiertos y buscar otros enfoques en todos los campos, de la arquitectura a la performance, para lograr encontrar nuevas soluciones a los desafíos de hoy”, señala la directora de Bauhaus Dessau, Claudia Perren, al frente de una fundación creada en 1994 para preservar el legado de la escuela y seguir propagando sus ideas. Junto al edificio histórico, con sus conocidos espacios funcionales, paredes pintadas de colores básicos, escalinatas de estilo náutico y talleres bañados en la luz, se ha renovado el antiguo edificio que albergaba a los estudiantes, donde es posible pasar la noche a precio asequible en habitaciones casi desnudas.
En 1932, cuando la presión del poder se volvió inaguantable, la escuela terminó parapetándose durante nueve meses en una antigua central telefónica en Berlín. El exilio de sus profesores fue un brutal desarraigo que, pese a todo, permitió que la escuela propagase su filosofía en todo el mundo. En Estados Unidos, la Bauhaus logró implantar su ideario en las grandes ciudades. Moholy-Nagy creó la Nueva Bauhaus y logró alterar el paisaje de Chicago, mientras que Gropius formó en Yale a arquitectos como I.M. Pei o Paul Rudolph, que luego sería mentor de Richard Rogers y Norman Forster. “Hoy vemos su huella por todas partes, aunque la nostalgia no sea un sentimiento nada propio de la Bauhaus”, señala el director de la Fundación Josef y Anni Albers, Nicholas Fox Weber. “Para mí, el objeto que mejor simboliza su herencia es el iPhone: es funcional, fue diseñado para resultar simple y lo vemos en todos los rincones del mundo”, añade Weber, asegurando que Steve Jobs estaba “muy familiarizado” con el legado de la escuela. Ese móvil parece inspirarse, de hecho, en el trabajo del diseñador industrial Dieter Rams, que siempre ha sido considerado un sucesor de la Bauhaus.
Los nazis no dudaron en meter a los artistas vinculados a esta escuela en la categoría del arte degenerado, pese a que su trabajo resultase bastante menos fiero que las cruentas caricaturas de la llamada Nueva Objetividad, que retrataban sin concesiones la trágica deriva de la sociedad alemana de entreguerras. Cuesta entender qué peligro vieron en este diseño de línea blanca e interiores diáfanos, más allá de la ideología de sus creadores. “Algunas de las figuras de la Bauhaus tuvieron carreras que prosiguieron durante el III Reich. La estética del modernismo podía ser desvinculada de la política que le sirvió de impulso inicial, como sucedió en la Italia fascista”, confirma el historiador Eric D. Weitz, autor de La Alemania de Weimar, que acaba de reeditar Turner. “Sin embargo, el rápido cierre de la Bauhaus y el exilio de sus astros demuestra que el régimen consideraba que la escuela y sus practicantes eran un peligro. La Bauhaus representaba una política abierta, democrática y socialista, lo que, para los nazis, suponía una gran infracción”. Un siglo después, el tiempo termina poniendo, como acostumbra, las cosas en su lugar.
En 1932, cuando la presión del poder se volvió inaguantable, la escuela terminó parapetándose durante nueve meses en una antigua central telefónica en Berlín. El exilio de sus profesores fue un brutal desarraigo que, pese a todo, permitió que la escuela propagase su filosofía en todo el mundo. En Estados Unidos, la Bauhaus logró implantar su ideario en las grandes ciudades. Moholy-Nagy creó la Nueva Bauhaus y logró alterar el paisaje de Chicago, mientras que Gropius formó en Yale a arquitectos como I.M. Pei o Paul Rudolph, que luego sería mentor de Richard Rogers y Norman Forster. “Hoy vemos su huella por todas partes, aunque la nostalgia no sea un sentimiento nada propio de la Bauhaus”, señala el director de la Fundación Josef y Anni Albers, Nicholas Fox Weber. “Para mí, el objeto que mejor simboliza su herencia es el iPhone: es funcional, fue diseñado para resultar simple y lo vemos en todos los rincones del mundo”, añade Weber, asegurando que Steve Jobs estaba “muy familiarizado” con el legado de la escuela. Ese móvil parece inspirarse, de hecho, en el trabajo del diseñador industrial Dieter Rams, que siempre ha sido considerado un sucesor de la Bauhaus.
Los nazis no dudaron en meter a los artistas vinculados a esta escuela en la categoría del arte degenerado, pese a que su trabajo resultase bastante menos fiero que las cruentas caricaturas de la llamada Nueva Objetividad, que retrataban sin concesiones la trágica deriva de la sociedad alemana de entreguerras. Cuesta entender qué peligro vieron en este diseño de línea blanca e interiores diáfanos, más allá de la ideología de sus creadores. “Algunas de las figuras de la Bauhaus tuvieron carreras que prosiguieron durante el III Reich. La estética del modernismo podía ser desvinculada de la política que le sirvió de impulso inicial, como sucedió en la Italia fascista”, confirma el historiador Eric D. Weitz, autor de La Alemania de Weimar, que acaba de reeditar Turner. “Sin embargo, el rápido cierre de la Bauhaus y el exilio de sus astros demuestra que el régimen consideraba que la escuela y sus practicantes eran un peligro. La Bauhaus representaba una política abierta, democrática y socialista, lo que, para los nazis, suponía una gran infracción”. Un siglo después, el tiempo termina poniendo, como acostumbra, las cosas en su lugar.
Alex Vicente
Diario El País, España, abril de 2019
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