F Agatha Christie, la eterna fugitiva - Carlos Sánchez Viamonte

Agatha Christie, la eterna fugitiva

Agatha Christie casi nunca ríe abiertamente en sus fotos: tenía malos dientes y ella siempre fue muy consciente de su apariencia. A decir verdad, le preocupaba la apariencia de todas las cosas: necesitaba que el mundo fuera un lugar sereno y exacto, amable y ordenado.


Pero la realidad es obcecada y tiende a desbaratarse por mucho que la intentemos someter a nuestros deseos; y así, a partir de los cuarenta años Agatha engordó muchísimo y se convirtió en una matrona majestuosa de grandes pechos y caderas opíparas.

Siempre había sido delgada (ella misma se encarga de repetirlo hasta la saciedad en todos sus escritos autobiográficos, como quien menciona un hecho de naturaleza casi milagrosa, un portento que resultará increíble para los demás, que tal vez no llegue a creerse ni ella), de modo que esta súbita y definitiva abundancia carnal, el pasarse la segunda mitad de su vida encerrada dentro de un cuerpo enorme, debió de aumentar su sentido íntimo de lo catastrófico. Y es que la existencia de Agatha Christie es una larga huida de la negrura, un combate secreto contra el caos.

Nació en 1890; pertenece, por tanto, a esa generación británica que hubo de superar la herencia victoriana y enfrentarse a las primeras ruinas del imperio.

El victorianismo había construido una visión del mundo tan firme y definida como un cubo de plomo: todo estaba en su lugar, todo tenía un porqué, la realidad era perfectamente comprensible, belleza y ley eran equiparables.

Este sueño de exactitud se hizo mil pedazos a finales del siglo XIX. Darwin explicó que la divina previsión no había creado a humanos y animalitos tal y como éramos, sino que nuestra evolución había estado marcada por saltos casuales y arbitrarios.

Se descubrieron los gérmenes, dañinas partículas invisibles de costumbres erráticas, de manera que las enfermedades dejaron de ser un castigo o una prueba de Dios para convertirse en una cuestión de mala suerte.

Y, para colmo, en medio de toda esta inseguridad y de tanta mudanza, Einstein lanzó en 1905 su teoría de la relatividad, proclamando que ni siquiera el tiempo y el espacio eran fiables.

Entraba arrolladoramente el siglo XX, con todo su horror, su desorden, sus guerras. La colosal estructura inmóvil del victorianismo se hundió con estertores marinos de Titanic.

Los herederos de la era victoriana se apresuraron a dar fe de este naufragio: los escritores del grupo Bloomsbury, por ejemplo (Virginia Woolf, Lytton Strachey, etcétera), construyeron sus obras aceptando el desorden y la fragmentación de la existencia, y entraron así literariamente en el siglo XX.

Agatha, en cambio, aun perteneciendo a la misma generación (era ocho años más joven que Virginia), se pasó toda la vida luchando contra el caos.

Quiso ignorarlo y recuperar ese mundo anterior de orden y de normas, el universo intacto de su infancia. Por eso sus obras policiacas (setenta y nueve novelas, diecinueve piezas de teatro) son mundos circulares perfectamente explicables, juegos matemáticos para alivio no sólo de la cabeza sino del corazón, universos previsibles en donde el bien y el mal ocupan lugares prefijados.

¿Y por qué ese afán en tapar las vías de agua, por qué esa incapacidad de soportar el menor atisbo de los abismos? Quién sabe lo que nos hace ser a cada uno lo que somos: herencias de carácter, peripecias tempranas.

Agatha fue la hija pequeña de un señorito bien encantador que dilapidó sus rentas tan alegremente que a su muerte, sucedida cuando Agatha sólo tenía once años, había dejado sin un duro a la familia.

Y así, a una edad muy temprana, la futura escritora se enfrentó a la orfandad, la ruina y el amor asfixiante de una madre posesiva y depresiva de la que tuvo que hacerse cargo desde entonces. Era el monstruo de la oscuridad asomando la garra.

Agatha conocía bien a ese monstruo interior, a ese perseguidor del que huyó durante toda su existencia. En su autobiografía cuenta con pulso certero un recuerdo espantoso de su infancia: unas vacaciones en Francia, un paseo en verano y un guía amabilísimo que, para hacerle un regalo a Agatha, por entonces de cinco o seis años de edad, atrapa una hermosa mariposa, la atraviesa con un alfiler y la clava, como adorno, en el sombrero de paja de la pequeña.

Durante horas, en ese tiempo elástico e interminable de la niñez, el grupo pasea por el campo mientras la mariposa aletea desesperadamente, agonizando en el ala de la pamela.

Agatha, paralizada por el horror, no es capaz de llorar o de decir nada: sólo sufre locamente con la locura del sufrimiento ajeno.

Esa mudez, esa imposibilidad de afrontar lo terrible, volverá a devorarla años más tarde en el episodio más famoso y emblemático de su vida: su desaparición.

Agatha se casó en mitad de la Primera Guerra Mundial con Archie Christie, un piloto de aviación atlético y seductor pero inmaduro y a lo que parece bastante estúpido.

Archie le dio el apellido (antes Agatha se llamaba Miller) y fue el padre de su única hija, Rosalind; vivieron, además, unos años juveniles y fogosos, porque Agatha tenía un temple aventurero y siempre estuvo dispuesta a dejar a su hijita en manos de la abuela para largarse un año con su marido a dar la vuelta al mundo, bañarse en las aguas sulfurosas de Canadá (era una estupenda nadadora) y hacer surf en Hawai sobre unas pesadas tablas de madera.

Su primera novela, El misterioso asunto en Styles, ya con Poirot, fue publicada en 1920 y obtuvo un considerable éxito. El mundo parecía un lugar perfecto.

Pero el perseguidor andaba cerca. La relación con Archie comenzó a estropearse: a él sólo le interesaba jugar al golf. Agatha, que siempre intentó ser la esposa ideal (y la hija ideal, y la vecina ideal: ya está dicho que para ella el mundo tenía que ser un lugar confortable y convencionalmente delicioso), aprendió también a jugar al golf para acompañarle, pero se aburría de una manera insoportable.

Con todo, ella jamás hubiera roto la relación: eso era algo que por entonces no se hacía, y menos aún lo hubiera hecho ella, tan dispuesta a cerrar los ojos frente a la oscuridad, tan preparada para suplir con su imaginación aquello que no le gustaba, tan acostumbrada a fingir frente a sí misma. Manteniendo la boca cerrada no se ven los dientes rotos, y si no se ven, no existen.

El desastre comenzó con la muerte de la madre de Agatha. Clara, la posesiva Clara, falleció de repente. La escritora, deprimidísima, se fue a la mansión familiar a poner orden: y allí, claro está, la atrapó el caos.

Era la casa de la infancia, pero ahora desierta, destrozada, con los techos cayéndose, las habitaciones clausuradas y los salones llenos de los trastos polvorientos que algún muerto usó.

El egoísta Archie, a quien desagradaban todo tipo problemas, se trasladó a vivir a su club de Londres, y sólo apareció, unos meses después, para decir que se había enamorado de una tal Nancy Neele, una señorita con la que jugaba al golf, y que se quería separar. Ése fue el golpe final.

Agatha desapareció la noche del 3 de diciembre de 1926. Salió de la vieja mansión familiar conduciendo su coche a eso de las once; el vehículo fue encontrado horas después en mitad de un terraplén, no muy lejos de casa, con las puertas abiertas y el abrigo y la maleta de Agatha.

Pero a ella parecía habérsela tragado la tierra. Por entonces ya era una escritora famosa; su desaparición dio lugar a todo tipo de especulaciones.

Unos dijeron que había muerto (o que había sido asesinada), otros que se había escapado con un hombre, muchos pensaron que se trataba de una maniobra publicitaria o de una extravagante broma de la escritora, que intentaba demostrar así, de manera práctica, la viabilidad de alguna de sus tramas novelísticas: el modo de desaparecer sin dejar huella.

La encontraron once días después, el 14 de diciembre, en el hotel Hydropathic de Harrogate, un balneario muy decente. Fue a la hora de cenar; cuando Agatha bajó de la habitación para ir al comedor, Archie, avisado por la policía, se acercó a ella.

La escritora le miró como quien no acaba de reconocer la cara del portero, pero le permitió graciosamente que le acompañara hasta la mesa.

Había perdido por completo la memoria (había huido, se había fugado de sí misma); llevaba diez días instalada en ese hotel, tomando los baños, jugando a las cartas con los otros huéspedes y comentando con ellos el extraño caso de la escritora desaparecida.

Se había registrado con el nombre patético de Teresa Neele (el mismo apellido de su rival golfista) y el día 11 de diciembre, preocupada al ver que no recibía ninguna correspondencia, insertó un anuncio en el diario The Times: «Amigos y parientes de Teresa Neele, pónganse en contacto con ella. Hydropathic Hotel, Harrogate». Naturalmente, no recibió ninguna respuesta.

En su gruesa autobiografía no aparece ninguna referencia a este episodio: le debía de asustar demasiado. Tampoco hay ninguna mención a Nancy Neele. De hecho, no llegó a hablar en público en toda su vida del extraño asunto de su amnesia.

Recibió ayuda psiquiátrica y, con el tiempo, fue reconstruyendo lo sucedido: pero al parecer nunca recuperó por completo la memoria de aquellos días.

En los libros de Christie jamás queda una pista por aclarar, un eslabón por engarzar, una pieza por encajar; pero pese a todos sus desvelos, pese a esos conjuros literarios con los que intentó protegerse de la fatalidad, en la vida real sí se produjo una ausencia, un borrón, una fisura.

Siempre tuvo que arrastrar dentro de sí esas horas sin recuerdo, ese agujero negro en donde anidaban su miedo y su locura, o lo que la gente llama locura, que tal vez consista en un agudo terror a no ser, en el desentendimiento del mundo y de uno mismo.

En los seis libros serios que Agatha escribió con el seudónimo de Mary Westmacott aparece insinuada esta inquietante intuición de que la realidad es discontinua.

Son unas novelas sentimentales sin trama policiaca y con un estilo llano y poco cuidado, pero la escritora consideraba que eran lo mejor de su producción.

Ausente en primavera, la obra preferida de Agatha, narra precisamente la crisis de una mujer convencional, burguesa y en apariencia feliz, que súbitamente comprende que su existencia no es lo que ella creía que era. O sea, que advierte de pronto las fisuras del mundo, esos desgarrones de la realidad que Agatha estaba tan empeñada en remendar.

Y en ocultar: porque Agatha Christie se pasó la vida ocultando cosas, disimulando defectos, alterando virtudes, construyendo de sí misma un conmovedor personaje imaginario. De hecho fue una gran farsante, una sutilísima impostora.

Fingía, por ejemplo, un aspecto de completo y sereno dominio sobre la existencia, incluso de frialdad y desapego, cuando en realidad era una mujer llena de fuego y de terrores.

Aparentaba no darle ninguna importancia a su literatura y considerarla un divertimento modestísimo, pero era una escritora de vocación intensa que luego defendía sus obras fieramente.

Falsificaba su sonrisa sin dientes y a partir de los sesenta y tres años intentó evitar que le hicieran más fotos: le desasosegaba verse como era, su imagen mudable y progresivamente envejecida, y no la pulcra y estática imagen de gran dama que cultivaba en sus retratos publicitarios.

Y todo el mundo la tenía por una señora muy decente y servicial, pero en realidad se pasó la vida inventando maneras de asesinar al prójimo: sus novelas se gestaban siempre así, imaginando primero una forma nueva de matar, un crimen perfecto.

Fue tan hábil y persistente Agatha en el cultivo de los diversos fingimientos que probablemente se engañó a sí misma y desde luego llegó a confundir a sus biógrafos.

Janet Morgan, por ejemplo, que escribió un buen libro sobre Christie, dice de ella que no era una persona intelectual (aunque con ochenta años Agatha aún leía y comentaba agudamente a gentes como Marcuse, Chomsky, Freud, Jung, Moore, Wittgenstein o Dunne) y que era una señora convencional y provinciana: dos adjetivos que parecen bastante inapropiados para definir a una mujer aventurera que amaba viajar y viajó mucho, capaz de vivir durante meses en una tienda de campaña en el desierto de Siria o de casarse en segundas nupcias con un hombre quince años más joven que ella.

Y todo esto en una época y un medio social en donde tal comportamiento tenía un elevado coste: por ejemplo, dada su situación irregular de divorciada y recasada, Agatha no pudo presentar a su hija en la corte.

La adolescente Rosalind tuvo que ser llevada a su primer baile de palacio por unos amigos más decentes, mientras Christie se quedaba en casa y se vengaba anotando ideas para una posible novela sobre unos bailes de debutantes «cuyas madres van muriendo en rauda sucesión».

En donde no hay ningún fingimiento es en el gusto por la vida que Agatha tenía, en su pasión, en su regocijante capacidad para ser feliz.

Basta con leer Ven y dime cómo vives, un delicioso librito autobiográfico, para apreciar la sustancial humanidad de la escritora, para ver cómo corre la sangre por sus venas y cómo la existencia cotidiana puede ser una gloria.

Christie escribió Ven… durante la Segunda Guerra Mundial, llena de nostalgia por la ausencia de su marido, y en sus páginas recrea las expediciones arqueológicas a Siria que hicieron ella y su esposo, Max Mallowan, en los años treinta.

El libro en realidad es una prueba de amor, de amor a la vida y a su Max, con quien se casó teniendo ella cuarenta años y él veinticinco, y de quien sólo le separó la muerte, cuarenta y cinco años más tarde.

Es probable que la imaginativa y siempre bien dispuesta Agatha adornara su convivencia con Max añadiéndole brillos inexistentes, pero aun rebajando cautelarmente la intensidad de la historia se diría que este matrimonio fue uno de los grandes logros de su vida, una relación llena de humor, de complicidad y de aventura.

Y tal vez el arqueólogo Mallowan mostrara su amor por ella envejeciendo, como lo hizo, muy deprisa, y deteriorándose físicamente de tal modo que apenas si sobrevivió un par de años a su mujer (aunque se volvió a casar en el entretanto).

La Agatha Christie que aparece reflejada en Ven y dime cómo vives es la que a mí más me gusta: extravagante, glotona y divertida, sentada en su bastón-silla en las excavaciones arqueológicas, sus abundantes carnes embutidas en un digno traje de seda y florecitas que resulta incongruente en mitad del desierto.

Es la misma insospechada Agatha que, para comprar una bañera, se metía con abrigo y sombrero dentro de la que había en el escaparate de la tienda, porque esas cosas había que probarlas previamente.

O la Agatha que, al igual que su alegre y vividor padre, derrochó su dinero hasta el punto de atravesar por complicados apuros económicos.

Es esa mujer, en fin, capaz de sentarse a las ocho de la mañana en una colina de minúsculas flores amarillas, en la frontera de Turquía, y embeberse en la contemplación de las azulosas montañas del horizonte: «Se trata de uno de esos momentos en los que da gusto estar vivo», escribiría quince años después recordando la escena.

Y es que Agatha pertenecía a ese tipo de personas que saben que la verdadera sustancia del vivir reside en instantes como ése.

Agatha Christie comenzó su extensa e interesante autobiografía en 1950, a los sesenta años, mientras acompañaba a su marido en las excavaciones de Nimrud (Irak), y la terminó en su casa de Wallingford quince años después.

En un emocionante epílogo dice que pone punto final a sus memorias «porque ahora, alcanzados los setenta y cinco años, parece el momento adecuado para detenerse. En lo que a la vida respecta, esto es todo lo que hay que decir».

Agatha, que había sufrido muy de cerca la vejez senil de sus abuelas, tenía miedo de un final semejante: «Probablemente viviré hasta los noventa y tres, volveré loco a todo el mundo con mi sordera […] me pelearé violentamente con alguna paciente enfermera y la acusaré de envenenarme […] y causaré molestias sin fin a mi desgraciada familia», dice en el epílogo.

En realidad vivió hasta los ochenta y cinco y su última novela la publicó un año y medio antes de morir, aunque tuvo que ser muy retocada por los editores. En esos meses finales cumplió su propia maldición y fue perdiendo progresivamente la cabeza.

Desbarraba y se cortaba desordenados mechones de sus cabellos, de los que había estado muy orgullosa. Se negó a aceptar una enfermera y el envejecido Max tuvo que instalarse en un sillón junto a ella de manera perpetua.

Ella, que siempre había luchado tanto por conservar el control, que siempre había huido del terror interior y de las tinieblas, fue atrapada al fin por el perseguidor.

Tal vez todos llevemos dentro a nuestro propio perseguidor; tal vez termine siempre por atraparnos; tal vez conocer esto, y no asustarse, sea el secreto mismo de la existencia.

Rosa Montero
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