Otra mirada sobre un Marechal precoz
La olvidada y hoy desconocida polémica de Leopoldo Marechal con Leopoldo Lugones sobre la rima, fue, aunque a primera vista no lo parezca, esencial y profundamente ideológica. Portador de una visión que, con los años, se había vuelto más y más conservadora, Lugones, antiguo cofundador o, en fin, inspirador del Partido Socialista, también frecuentador de pensares esotéricos y de ocultas ciencias, reprochaba ahora a los jóvenes vanguardistas nada menos que la vocación, el uso del verso libre. Lo sentía, lo vivía, lo pensaba, como no vacila en sostener implícita y explícitamente, una manifestación de los desbordes adolescentes que cuestionan, en toda época, el orden establecido.
Para entonces, Leopoldo Lugones era ya el poeta del sistema, respetado y temido, oficialmente consagrado. Desde Las montañas del oro (1897), libro muy elogiado por Rubén Darío, venía cimentando su fama con ensayos históricos, narraciones, cuentos fantásticos ciertamente notables (Las fuerzas extrañas, de 1906 y Cuentos fatales, de 1924) y, sobre todo, su esplendorosa poesía, discutida aunque magnífica para la lengua: Los crepúsculos del jardín (1905), Lunario sentimental (1909), Odas seculares (1910), El libro fiel (1912), El libro de los paisajes (1917), Las horas doradas (1922) y el reciente Romancero (1924). Había que atrevérsele a tamaña figura, exponente de un pensamiento novedosamente reaccionario, “intelectual del Estado” y defensor del arquetipo “nacional”, sustento, entre pocos otros, del Martín Fierro como el poema fundador de la argentinidad en sus conferencias del Teatro Astral. Ante el mismísimo poder, una de sus charlas se abría con el inesperado vocativo: “Señoras, señor general Roca, señores”. El otro, el contendiente, Leopoldo Marechal, con apenas veintitantos años, y uno o dos libritos de poemas (Los aguiluchos, de 1922; Días como flechas, de 1926), fue el único que se le animó.
Desde el prólogo a Lunario..., Lugones venía predicando que la rima era el elemento esencial de la poesía y que la falta de ella era “un recurso de impotencia”. En varios artículos, sobre todo de los años 20, sostenía que la rima es el modo natural de la expresión poética, y que el verso libre sin ella (porque él lo practicaba, pero con rima) la contradecía. Insistía en que la rima y el ritmo no son trabas para la verdadera poesía; por el contrario, según él, aquéllos forman parte de su naturaleza. Su ausencia pone al verso en el lugar de la prosa y, además, exhibe pereza, esterilidad, nihilismo. La crítica era literaria, estética y también moral: para Lugones (que sabía de escritura), los desajustes textuales y lingüísticos entrañaban otros apartamientos del orden, otras subversiones.
Leopoldo Marechal, justamente uno de aquellos jóvenes aludidos, y no el menos culto y brillante, le retruca (sic) en 1925 en Martín Fierro (nº 26), la revista de la que era uno de los númenes y colaboradores principales, en un irreverente “Retruque a Leopoldo Lugones”, donde ironiza al Maestro, pero con el elevado tono que era el suyo: “La métrica fue el pantalón corto de la poesía: ahora la poesía es adulta”, le dice. “El verso libre permite y exige la síntesis”, mientras la rima genera no pocas veces el ripio. Lugones, siempre en La Nación (17/1/1926), en “De la rima”, no tiene más remedio que explayarse y repetirse: “La prosa es instrumento de comunicar nociones, principalmente por medio del lenguaje lógico. La poesía es otro de comunicar, principalmente, emociones, por medio del lenguaje musical, que es el rítmico de la referencia”. Algo harto, el iracundo y sin embargo bien fundado Marechal, aparte de preguntarse, retórica (y un poco injusta y exageradamente), “¿Con qué derecho juzga de poesía un hombre que carece de sensibilidad poética?”, y de recordarle que después de tres décadas ha cambiado mucho en su manera de pensar, termina desafiando coquetamente, a la manera vanguardista, “a Lugones y a cualquier versificador”, a un duelo “en todo metro y forma conocidos”. La nota de Marechal se titula “Filípica a Lugones y otras especies de anteayer” y sale en Martín Fierro, nº 32.
Para ese momento, el proclamado respeto de Jorge Luis Borges por Lugones decae, al punto que, cuando aparece el Romancero, lo “saluda” así: “El Romancero es muy de su autor. Don Leopoldo se ha pasado los libros entregado a ejercicios de ventriloquia y puede afirmarse que ninguna tarea intelectual le es extraña, salvo la de inventar. /.../ Hoy, ya bien arrimado a la gloria y ya en descanso del tesonero ejercicio de ser un genio permanente, ha querido hablar con voz propia y se la hemos escuchado en el Romancero y nos ha dicho su nadería. ¡Qué vergüenza para sus fieles, qué humillación!” (revista Inicial, nº 9, enero de 1926). Además, Borges colabora con su compañero Marechal refutándole a Lugones los tres argumentos tradicionales a favor de la rima. Históricamente, sostiene, “literaturas enteras la han ignorado”. Desde el punto de vista del gusto, cita versos blancos “auditivamente perfectos de Garcilaso”, recuerda a Walt Whitman y afirma que la capacidad de “ligar las rimas, es actividad del ingenio, no del sentir”. Y en cuanto al argumento intelectual, sostiene que los que riman, al no aceptar “la correlación y la natural simpatía de las palabras, sino la contingencia del consonante”, se vuelven “parásitos del retruécano” (El tamaño de mi esperanza, 1926). En otro trabajo, Borges le critica lo que considera falta de originalidad (es uno de quienes “hacen bien lo que otros hicieron ya”), le achaca falta de profundidad y el uso de adjetivos rebuscados e imprecisos. Y a medida que se va haciendo él mismo más “criollista”, ve su extranjerismo y lo llama “forastero grecizante, verseador de vagos paisajes hechos a puro arbitrio de rimas y donde basta que sea azul el aire en un verso para que al subsiguiente le salga un abedul en la punta”.
Lugones, naturalmente, no se deja atropellar y en la nota introductoria a la Exposición de la actual poesía argentina, de Pedro Juan Vignale y César Tiempo, insiste: “Esta antigualla lamentable y antiestética (el verso libre) es el descubrimiento instrumental de la actual vanguardia poética, o nueva sensibilidad, o ultraísmo, como se denomina el grupo de prosistas jóvenes, para quienes resulta verso todo párrafo de prosa dispuesto en renglones verticales separados; /.../ Amontonar imágenes inconexas en parrafitos tropezados como la tos, y desde luego sin rima: he ahí toda la poesía y todo el arte”. Hasta tal punto será ideológica la postura de Lugones que, poco antes de su muerte por suicidio sostendrá todavía (en “La rima y el verso”, La Nación, 12/12/1937), con la más absoluta claridad: “Comunismo en la política, ateísmo en filosofía y prosaísmo en el arte, todo es el mismo círculo vicioso de los extremos que se tocan”. Más reconocedor, luego Borges se hará cargo de la autocrítica del grupo: “Yo afirmo que la obra de los poetas de Martín Fierro y Proa /.../ está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del Lunario”. Con el tiempo, irá rindiéndole homenajes a su obra, y en El hacedor asentará: “Un hombre que sabía todas las palabras miró con minucioso amor las plantas y los pájaros de esta tierra y los definió, tal vez para siempre, y escribió con metáforas de metales la vasta crónica de los tumultuosos ponientes y de las formas de la luna”.
Mario Goloboff
Para entonces, Leopoldo Lugones era ya el poeta del sistema, respetado y temido, oficialmente consagrado. Desde Las montañas del oro (1897), libro muy elogiado por Rubén Darío, venía cimentando su fama con ensayos históricos, narraciones, cuentos fantásticos ciertamente notables (Las fuerzas extrañas, de 1906 y Cuentos fatales, de 1924) y, sobre todo, su esplendorosa poesía, discutida aunque magnífica para la lengua: Los crepúsculos del jardín (1905), Lunario sentimental (1909), Odas seculares (1910), El libro fiel (1912), El libro de los paisajes (1917), Las horas doradas (1922) y el reciente Romancero (1924). Había que atrevérsele a tamaña figura, exponente de un pensamiento novedosamente reaccionario, “intelectual del Estado” y defensor del arquetipo “nacional”, sustento, entre pocos otros, del Martín Fierro como el poema fundador de la argentinidad en sus conferencias del Teatro Astral. Ante el mismísimo poder, una de sus charlas se abría con el inesperado vocativo: “Señoras, señor general Roca, señores”. El otro, el contendiente, Leopoldo Marechal, con apenas veintitantos años, y uno o dos libritos de poemas (Los aguiluchos, de 1922; Días como flechas, de 1926), fue el único que se le animó.
Desde el prólogo a Lunario..., Lugones venía predicando que la rima era el elemento esencial de la poesía y que la falta de ella era “un recurso de impotencia”. En varios artículos, sobre todo de los años 20, sostenía que la rima es el modo natural de la expresión poética, y que el verso libre sin ella (porque él lo practicaba, pero con rima) la contradecía. Insistía en que la rima y el ritmo no son trabas para la verdadera poesía; por el contrario, según él, aquéllos forman parte de su naturaleza. Su ausencia pone al verso en el lugar de la prosa y, además, exhibe pereza, esterilidad, nihilismo. La crítica era literaria, estética y también moral: para Lugones (que sabía de escritura), los desajustes textuales y lingüísticos entrañaban otros apartamientos del orden, otras subversiones.
Leopoldo Marechal, justamente uno de aquellos jóvenes aludidos, y no el menos culto y brillante, le retruca (sic) en 1925 en Martín Fierro (nº 26), la revista de la que era uno de los númenes y colaboradores principales, en un irreverente “Retruque a Leopoldo Lugones”, donde ironiza al Maestro, pero con el elevado tono que era el suyo: “La métrica fue el pantalón corto de la poesía: ahora la poesía es adulta”, le dice. “El verso libre permite y exige la síntesis”, mientras la rima genera no pocas veces el ripio. Lugones, siempre en La Nación (17/1/1926), en “De la rima”, no tiene más remedio que explayarse y repetirse: “La prosa es instrumento de comunicar nociones, principalmente por medio del lenguaje lógico. La poesía es otro de comunicar, principalmente, emociones, por medio del lenguaje musical, que es el rítmico de la referencia”. Algo harto, el iracundo y sin embargo bien fundado Marechal, aparte de preguntarse, retórica (y un poco injusta y exageradamente), “¿Con qué derecho juzga de poesía un hombre que carece de sensibilidad poética?”, y de recordarle que después de tres décadas ha cambiado mucho en su manera de pensar, termina desafiando coquetamente, a la manera vanguardista, “a Lugones y a cualquier versificador”, a un duelo “en todo metro y forma conocidos”. La nota de Marechal se titula “Filípica a Lugones y otras especies de anteayer” y sale en Martín Fierro, nº 32.
Para ese momento, el proclamado respeto de Jorge Luis Borges por Lugones decae, al punto que, cuando aparece el Romancero, lo “saluda” así: “El Romancero es muy de su autor. Don Leopoldo se ha pasado los libros entregado a ejercicios de ventriloquia y puede afirmarse que ninguna tarea intelectual le es extraña, salvo la de inventar. /.../ Hoy, ya bien arrimado a la gloria y ya en descanso del tesonero ejercicio de ser un genio permanente, ha querido hablar con voz propia y se la hemos escuchado en el Romancero y nos ha dicho su nadería. ¡Qué vergüenza para sus fieles, qué humillación!” (revista Inicial, nº 9, enero de 1926). Además, Borges colabora con su compañero Marechal refutándole a Lugones los tres argumentos tradicionales a favor de la rima. Históricamente, sostiene, “literaturas enteras la han ignorado”. Desde el punto de vista del gusto, cita versos blancos “auditivamente perfectos de Garcilaso”, recuerda a Walt Whitman y afirma que la capacidad de “ligar las rimas, es actividad del ingenio, no del sentir”. Y en cuanto al argumento intelectual, sostiene que los que riman, al no aceptar “la correlación y la natural simpatía de las palabras, sino la contingencia del consonante”, se vuelven “parásitos del retruécano” (El tamaño de mi esperanza, 1926). En otro trabajo, Borges le critica lo que considera falta de originalidad (es uno de quienes “hacen bien lo que otros hicieron ya”), le achaca falta de profundidad y el uso de adjetivos rebuscados e imprecisos. Y a medida que se va haciendo él mismo más “criollista”, ve su extranjerismo y lo llama “forastero grecizante, verseador de vagos paisajes hechos a puro arbitrio de rimas y donde basta que sea azul el aire en un verso para que al subsiguiente le salga un abedul en la punta”.
Lugones, naturalmente, no se deja atropellar y en la nota introductoria a la Exposición de la actual poesía argentina, de Pedro Juan Vignale y César Tiempo, insiste: “Esta antigualla lamentable y antiestética (el verso libre) es el descubrimiento instrumental de la actual vanguardia poética, o nueva sensibilidad, o ultraísmo, como se denomina el grupo de prosistas jóvenes, para quienes resulta verso todo párrafo de prosa dispuesto en renglones verticales separados; /.../ Amontonar imágenes inconexas en parrafitos tropezados como la tos, y desde luego sin rima: he ahí toda la poesía y todo el arte”. Hasta tal punto será ideológica la postura de Lugones que, poco antes de su muerte por suicidio sostendrá todavía (en “La rima y el verso”, La Nación, 12/12/1937), con la más absoluta claridad: “Comunismo en la política, ateísmo en filosofía y prosaísmo en el arte, todo es el mismo círculo vicioso de los extremos que se tocan”. Más reconocedor, luego Borges se hará cargo de la autocrítica del grupo: “Yo afirmo que la obra de los poetas de Martín Fierro y Proa /.../ está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del Lunario”. Con el tiempo, irá rindiéndole homenajes a su obra, y en El hacedor asentará: “Un hombre que sabía todas las palabras miró con minucioso amor las plantas y los pájaros de esta tierra y los definió, tal vez para siempre, y escribió con metáforas de metales la vasta crónica de los tumultuosos ponientes y de las formas de la luna”.
Mario Goloboff
Diario Página 12, 29 de diciembre de 2018
CONVERSATION