Sobre Una historia natural de la curiosidad, de Alberto Manguel. Recientemente incorporado a nuestro catálogo.
En el prefacio de su nuevo libro de ensayos, Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) asegura tener curiosidad sobre la curiosidad. Luego cita más de una vez a Montaigne, describe la mención en 1566 del "punctus interrogativus" medieval en el manual de puntuación para tipógrafos de Manucio el Joven y elige el libro "actual" que le permita "la exploración de uno mismo y del mundo". Después de la Alicia de Lewis Carroll, las "ficciones" de Borges, el Quijote, Las mil y una noches o La montaña mágica, tratados en otros de sus libros, en Una historia natural de la curiosidad le toca el turno a la Divina comedia de Dante Alighieri.
Por eso cada uno de los diecisiete capítulos del libro comienza con una ilustración de su recorrido, bajo la guía de Virgilio. Sigue luego un tramo en itálica relacionado directamente con la propia vida del autor para, al final, entregar, si no la respuesta definitiva, un tratamiento del tema propuesto al inicio por un interrogante. Esas preguntas no pueden ser más variadas: de "¿qué es la curiosidad?" a "¿qué es verdadero?", desfilan temas como "¿qué es el lenguaje?", "¿en qué nos diferenciamos?" o "¿cómo podemos poner las cosas en orden?"
Manguel ha hecho de la compilación de antologías o la escritura de ensayos una zona central de su obra, más abundante que su narrativa. Ha compilado selecciones clave sobre el erotismo (Las puertas del paraíso) o la literatura fantástica (Aguas negras), y sobre todo ha mezclado datos de su vida itinerante con la erudición en títulos como Una historia de la lectura, Leer imágenes: una historia privada del arte, La biblioteca de noche, y el breve y muy disfrutable Diario de lecturas, donde elegía un libro clave (en su vida y su biblioteca) para cada mes del año.
La estructura tripartita de esta historia de la curiosidad tiene, según el capítulo, efectos dispares. A veces el autor adopta un tono pensativo, abstracto, o depende en mayor medida de las citas de Dante. Por otro lado, con frecuencia se inclina hacia lo crepuscular. La muerte, la insistencia de la experiencia humana en relacionarse con el ejercicio del poder o la violencia suman presencia.
Lo que rescata al libro una y otra vez de una posible saturación son los momentos en que se entrega a elaborar una red alrededor de un personaje, un hecho o un conjunto de elementos. Es lo que pasa, muy avanzado el libro, con los "gabinetes de curiosidades". O con los "quipus" de los incas, cadenas de nudos que volvían táctil la experiencia de la lectura. O con el extraordinario tramo dedicado a Venecia como centro editor importante, donde la forma en que se dispone el texto del Talmud y dos columnas de comentarios, en su extrañeza visual, copian de algún modo el mapa de la propia ciudad de Venecia. O con la figura de J. Robert Oppenheimer, y su capacidad práctica para convertir el conocimiento sobre el átomo en la bomba que cayó sobre Hiroshima.
En cada una de esas instancias la propia curiosidad del lector se resetea y sale renovada. Manguel, con buen olfato, ejecuta esos bienvenidos volantazos hacia temas "curiosos" -por su rareza, pero también por su posibilidad de generar relatos en vez de meditaciones- exactamente en el momento en que quien no comparte necesariamente sus obsesiones podría llegar a abandonar el libro.
Los textos en itálica, dedicados a su experiencia personal, también varían en extensión y tono. El que más impresiona es el dedicado al momento en que, mientras escribía, un derrame lo dejó desconectado de pronto de las palabras sin perder la conciencia. Como buen curioso, se pregunta: "¿Qué son esos pensamientos que aún no han alcanzado un estado de madurez mental?". Se contesta que en el proceso del paso al lenguaje, como en muchos otros procesos conscientes, "lo que nos impulsa es el deseo". Puesto contra la pared de la limitación de palabras, descubrió que lo que buscaba como atajos (sintetizar una larga frase explicativa en "tengo palabras", por ejemplo) solía empezar siempre en afirmaciones, a las que en ocasiones debía agregar la partícula "no" para decir lo que quería. Uno de los tantos caminos de la mente y la imaginación para manejarse en situaciones difíciles y seguir saciando, contra todo, su propia curiosidad.
Elvio E. Gandolfo
Diario La Nación, domingo 5 de junio de 2016
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