Lejos del auge de otros tiempos pero ayudadas por la tecnología, estas pequeñas salas siguen ofreciendo alternativas a una sola forma de consumir películas.
Buenos Aires está lejos de aquella época de esplendor de los cineclubes que supo vivir durante los 50 y 60. Sin embargo, el fenómeno sigue vigente y se reinventa, con las nuevas tecnologías y, particularmente, las redes sociales como recientes aliadas.
Hoy es difícil saber cuántos espacios de este tipo funcionan en la Ciudad. El vacío legal en el que están y la falta de apoyo que sufre la mayoría hacen que estén a la vista sólo de quienes saben buscar, o bien que vivan poco.
El que más perdura se llama Núcleo: empezó a proyectar en 1953, primero bajo la tutela de Salvador Sammaritano y, tras la muerte de este último en 2008, de su hijo Alejandro. Muchos directores y actores fueron y van a presentar películas. A lo largo de sus más de 60 temporadas, sumó tantos socios que ya no admite más. Funciona en el Malba y, sobre todo, en el Gaumont.
A metros de esa sala, pero al otro extremo en la línea del tiempo, está Cineclub Pasaje 17, uno de los más nuevos. Vio la luz en 2013 de la mano de Juan Herrera, quien conoce el paño: “Viví el auge de los cineclubes de los 60, pero en Francia”, cuenta.
La Rosa también es joven, pero con casi una década de trayectoria, pasó airoso por “la comezón del séptimo año” o, en palabras de Emiliano Penelas, su programador, del tercero: “Los cineclubs andan a pulmón, y a la larga uno se cansa porque demanda dinero y esfuerzo, por lo que al tercer año empiezan a decaer”. Este espacio, ubicado en una biblioteca, proyecta casi todo en el primer formato exitoso para películas amateur, 16 milímetros. “Una verdadera rareza”, resalta Penelas, quien también programa cine clásico y retrospectivas en YMCA, en funcionamiento en el segundo piso de la Asociación Cristiana de Jóvenes desde hace ocho años.
Otro ineludible es Dynamo. Con más de diez años de historia, es el refugio para los amantes de grandes directores, sobre todo franceses y alemanes. Es que, al igual que La Rosa, su programación se nutre especialmente del Institut français d’Argentine (que dispone para préstamo de 300 títulos en DVD, 20 en 35 milímetros y más por Internet) y del Goethe-Institut (800 películas), además de aportes privados y de la Filmoteca Buenos Aires. La cita es en una librería de San Telmo o en una casona del mismo barrio. “Lo que se junta a la gorra va a un fondo común para comprar pelis, proyectores o pantallas”, cuenta su administrador, Carlos Müller.
Como se ve, los cineclubes pueden aparecer en casi cualquier lugar, incluso en un consultorio, como Paradiso, que antes pasó por dos bares y un salón de fiestas. “Siempre me gustó la idea de ver una peli y compartirla”, reconoce el psicoanalista Victorio Spatz. Por eso, se asoció a la crítica Paula Vázquez Prieto y programa los domingos en una sala de espera de Balvanera.
Y aunque el lucro no es lo que mueve estos espacios, a veces los cineclubes dieron pie a un proyecto comercial, como BAMA Cine Arte, que nació como Buenos Aires Mon Amour en 2007. Primero funcionó en el living de uno de sus creadores, Guillermo Cisterna Mansilla, y luego en una sala de San Telmo sin ningún cartel, por lo que era fácil pasarse de largo si no se estaba atento. El microcine del desaparecido hotel Elevage también fue sede. Hasta que en 2013 pasó a ocupar el lugar simbólico y geográfico que tenía el Arteplex de Diagonal Norte. Y aunque el BAMA no es más un cineclub, “mantiene el espíritu original”, dice Cisterna Mansilla, que administra la ahora sala comercial junto a Carlos Affur.
“Los cineclubes ponen al público en contacto con grandes acervos cinematográficos. Y si bien no ocupan el mismo lugar que antes, mantienen una identidad y buscan persistir y reinventarse. Ahora empezaron a usar las redes sociales y eso garantiza que haya gente en la sala sin tener que anunciar la programación en los medios”, resalta el investigador Máximo Eseverri.
En tiempos en que los “tanques” cinematográficos estadounidenses copan las carteleras, los cineclubs mencionados y otros tantos cubren una demanda no menor entre los porteños que buscan alternativas. Son lugares de resistencia o, en palabras de Sammaritano, “permiten que las películas de Hollywood no se coman a las de cine arte”.
Además, como destaca Penelas, “una peli no se ve igual cuando se ve con otro”. Es decir, cuando juntarse a disfrutarla implica intereses compartidos más allá del puro entretenimiento, por más teles LCD y servicios online que haya o estén por venir.
Por Karina Niebla
Diario La Razón, miércoles 25 de marzo de 2015
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