Reproducimos el texto de la conferencia que Germán Cáceres brindara en "La noche de los libros", cuando junto a Alicia Plante formó parte de la mesa "Misterios de la literatura: de la novela negra al policial juvenil".
Pero antes quiero hacer un comentario: el género tuvo muchos detractores, sobre todo en el ámbito académico. Hoy nadie se atrevería a tildarlo de menor, pero sí a dudar, de manera inconsciente, de su calidad estética. Nada mejor que responder con esta rotunda afirmación de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: “Cabe sospechar que ciertos críticos niegan al género policial la jerarquía que le corresponde solamente porque le falta el prestigio del tedio. (… ) Ello se debe, quizá, a un inconfesado juicio puritano: considerar que un acto puramente agradable no puede ser meritorio.”
En un principio escribía cuentos y novelas enrolados en la serie negra, que se alejaban del famoso whodunit, o sea Who has done it? (quién lo hizo), que es el cometido de la “novela de enigma”, y se adentraban en las causas sociales que originan el delito. Además, participaba de charlas sobre esta línea narrativa, pero aunque por supuesto admiraba a Chandler y a Hammett, mi autor preferido era Ross Macdonald (1915-1986). Yo no era el único, la mayoría de mis colegas de entonces devoraban sus novelas, y fui un lector tan devoto que puedo nombrar de un tirón a todas las que leí: El otro lado del dólar, El caso Galton, El martillo azul, La mueca de marfil, El coche fúnebre a rayas, La piscina de los ahogados, La bella durmiente, La mirada del adiós, El blanco móvil y El hombre enterrado. Una de las razones proviene de la fascinación que sobre el lector ejerce el héroe, el detective privado Lew Archer, un ser solitario, melancólico y desbordante de humanidad que descree en la sociedad, a la que considera corrupta. Además, había un acento psicoanalítico en su temática, pues se centraba en los conflictos familiares que conducían a un crimen. En la actualidad, es un autor algo olvidado, como muchos otros.
Pero luego apareció la revelación del llamado neopolicial latinoamericano, que sirvió de inspiración a mis novelas juveniles. Sus focos están en Cuba, México y España.
En Cuba se desarrolló en la década del setenta un inusitado boom de la novela policial, que comenzó en 1971 con Enigma para un domingo, de Ignacio Cárdenas Acuña, que marcó un record de ventas, a la que siguieron No es tiempo de ceremonias, de Rodolfo Pérez Valero, de 1974, y El cuarto círculo, de Luis Rogelio Nogueras, de 1976. A estos nombres hay que agregar los de Justo Vasco y Daniel Chavarría (éste último es uruguayo de nacimiento). Una de las características del subgénero reside en que se nutre de acción: tiroteos, persecuciones, continuos enfrentamientos y un leitmotiv: el culpable es siempre la CIA, que planea una invasión a la isla. En definitiva, pueden calificarse de novelas de espionaje o, con mayor precisión, de contraespionaje.
No debe dejar de mencionarse que a partir de 1991 el cubano Leonardo Padura con su tetralogía “Las cuatro estaciones”, protagonizadas por el policía Mario Conde, inicia una obra de gran calidad, reconocida internacionalmente, de la cual se desprende una gran desilusión y desengaño por los caminos que ha tomado la Revolución Cubana.
Pero el corazón del neopolicial latinoamericano reside en México. Su figura señera es Paco Ignacio Taibo II (español de origen), que ha hecho evolucionar hacia el relato de aventuras la acción que proponían los escritores cubanos mencionados. De manera que en una novela como Sombra de la sombra, de 1986, se encuentra una suerte de cóctel delicioso: aventuras, humor, intriga y una crítica despiadada hacia la injusticia social que caracteriza a los países latinoamericanos. Se debe aclarar que Paco Ignacio Taibo II es aimismo el creador de la “Semana Negra de Gijón”, que se celebra en España y tiene su versión local en la llamada “BAN!” Otros escritores de esta orientación son los argentinos Rolo Díez y Raúl Argemí, y los cubanos Amir Valle y Lorenzo Lunar Cardedo.
Entonces llegó el día o la hora (el año fue 1996) en que decidí escribir una novela al estilo neopolicial latinoamericano. Imaginé una historia y consulté el proyecto con María Brandán Araoz, que había dirigido una colección policial en la editorial Torres Agüero. Sucede que ella es también una exitosa escritora de novelas juveniles con varios best seller en su haber, y me recomendó con suma sabiduría que quiénes estaban más interesados en los libros de aventuras y de misterio eran los jóvenes: que orientara mi novela hacia ellos.
Seguí su consejo con el siguiente procedimiento: al crear un personaje adolescente que fuera una suerte de detective aficionado, necesité adosarle hábitos, gustos musicales y estudios secundarios. Además, era imprescindible describir la relación que mantenía con los padres, delinear una chica que lo atrajera y señalar las limitaciones que tenía en su accionar por no ser adulto. Por supuesto, debía frecuentar la computadora e Internet. Esta técnica –o lo que sea- la sigo aplicando en mi narrativa juvenil.
Y así surgió Soñar el paraíso, en la cual un pibe va en pos de un supuesto tesoro ubicado en el sur patagónico, que en su momento ocultaron los legendarios bandoleros Butch Cassidy y Sudance Kid.
A partir de allí, como si fuera una catarsis freudiana, emergieron los recuerdos de mi infancia, en la que leía revistas de historietas, libros de aventuras (principalmente Julio Verne y Emilio Salgari), novelas policiales de Ellery Queen, y veía películas de acción (sobre todo las de clase B).
Entonces mis escritos se poblaron de adolescentes en peligro al combatir una banda de traficantes de especies en África, buscar la razón de que lloviesen esqueletos del cielo, desbaratar una aparente invasión extraterrestre, luchar contra los guerreros de un extraño planeta llamado Piscis, ir tras las huellas de un profesor que busca la fórmula de la inmortalidad, o descifrar el misterio de un edificio cuyo último piso parece estar habitado por fantasmas.
Y así, escribiendo estas novelas juveniles, puedo lograr la mágica felicidad de volver a ser un niño.
Germán Cáceres
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