En los últimos dos meses la música popular argentina perdió a tres de sus más importantes creadores: Suma Paz, el 8 de abril; Emilio de la Peña, el 22 de junio y Eduardo Lagos, el 26 de junio.
Suma Paz, Licenciada en Filosofía y Letras, guitarrista, cantora, poeta y compositora fue la cultora más fiel de la obra de Atahualpa Yupanqui, de quien se declaraba orgullosamente discípula. Suma Paz, cuya trayectoria se caracterizó por una ética artística estricta, supo mantenerse siempre fuera de las presiones de las empresas discográficas y de los medios, lo que generó, muchas veces, una inadmisible marginación de los sistemas de difusión poco proclives al arte reflexivo, pensante y comprometido.
Su canto era (y es) puro, desprendido de artilugios o de efectismos superficiales. Apoyada en un admirable trabajo guitarrístico, decía los poemas y las letras de sus autores preferidos. Suma se “escondía” detrás de esas palabras y esas música y las dejaba en un primer plano, para que nadie se distrajera con un gesto de más. Para ella lo importante era el mensaje del autor y la necesidad de recrearlo de la manera más fiel, sin traicionar una nota, un punto, una coma.
Eglantine Sulma Enrico Fondevila (tal su verdadero nombre), nació en Bombal, provincia de Santa Fe, el 5 de abril de 1939. Después de recibirse en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional del Litoral, comenzó a estudiar guitarra y música. La etapa más importante de su carrera comenzó en 1957 cuando debutó en Radio Belgrano de Buenos Aires en el programa Aquí está el folkore, conducido por Julio Márbiz, lo que le abrió las puertas para otras presentaciones radiales y televisivas. En 1968 viajó a Japón donde dio cuarenta recitales y grabó un disco. En 1971 protagonizó el ciclo A mi tierra y a mi gente en el Teatro Presidente Alvear, junto a Los Trovadores. Posteriormente, ya imbuida de la obra yupanquiana, inició una larga serie de recitales y espectáculos dedicados a ella.
Suma Paz en nuestra Biblioteca, junto Atilio Orsi
Entre sus discos, podemos mencionar La incomparable Suma Paz (1960); Guitarra, dímelo tú (1961); Lo mejor de Suma Paz (ca. 1970); Las hondas raíces de Suma Paz (ca. 1980) y Para el que mira sin ver (1982). Sus últimos registros fueron hechos para el sello independiente Melopea, de Litto Nebbia y en ellos, además de seguir transitando los diferentes ritmos de la llanura, incorporó canciones del uruguayo Alfredo Zitarrosa, por quien sentía también una profunda admiración.
En su poemario Última Guitarra (Ediciones Corregidor, 2001) escribió:
“Debo plegar mis alas. Pierdo cielo
Y me pesa su pulso dolorido.
Se achica el horizonte; apenas vuelo
A ras del territorio del olvido.
Era mi rumbo claro y encendido,
Alguna vez estrella y otras llama;
Más ya no sé en que autora lo he perdido
Cegada por el sol de la mañana.
El oro en la pupila deslumbrada,
Mensajera de luz desorientada
Ya sin llegar jamás, voy de regreso.
Y al tocar los umbrales de mi nido
En tierra del hogar he comprendido
Libre, por fin que mi destino es eso.”
Suma Paz, “Destino” (Última guitarra, Ediciones Corregidor, Página 37)
El caso del pianista y compositor Emilio de la Peña es atípico dentro de nuestra música. Llegó tarde al arte, porque siempre y para ganarse la vida, debió ejercer su profesión de ingeniero mecánico y tornero. Claro que Emilio tenía un piano en su taller y allí, entre trabajo y trabajo, despuntaba su vicio. Cuando a algunos clientes les pareció poco serio que un técnico se dedicara a la música, Emilio pasó el piano a otro cuarto de su casa de La Paternal y allí, escondidito, seguía recreando tangos. Finalmente se decidió a perfeccionarse estudiando composición y armonía con el gran Manolo Juárez quien, en definitiva, quien le dio el gran espaldarazo al recomendarlo a amigos locutores y periodistas, a comienzo de los 80, en una época en que todavía existían espacios libres en las emisoras capitalinas para mostrar cosas nuevas.
Emilio de la Peña fue pasando de radio en radio. En una de esas presentaciones, un mediodía de sábado y en un programa de Radio Municipal donde pianistas argentinos agasajaban con su música a su colega catalán Tete Montoliu (un formidable y personal pianista de jazz también fallecido) que visitaba el país, éste quedó impactado con sus interpretaciones, y lo invitó a viajar a España. Y así fue, Emilio de la Peña se encontró compartiendo escenarios ibéricos con el Tete y con otro gran pianista, el brasileño Gilson Peranzetta. Esas actuaciones le permitieron grabar, allá en España, su primer disco.
A su retorno al país siguió perseverando, presentándose en un lugar y en otro, y trabajando con poetas de la talla de Hamlet Lima Quintana, sin alcanzar nunca el reconocimiento que su arte merecía.
Emilio de la Peña fue finalmente reconocido cuando Gustavo Mozzi y Gustavo Santaolalla decidieron incluirlo (al lado de consagrados como Horacio Salgan, Ernesto Baffa, Atilio Stampone, Pepe Libertella, Carlos García, o Fernando Suárez Paz) en la conmovedora película Café de los maestros. Casi simultáneamente, fue reconocido como Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires. Las distinciones, merecidas por cierto, no dejaron de ser tardías.
¿Qué distingue a Emilio de la Peña? Conocedor de la tradición pianística en el tango, nunca ocultó su admiración por Horacio Salgan, de la misma manera que siempre expresó su pasión por Bill Evans. Emilio de la Peña no fue un vanguardista del piano, fue un re-armonizador -desde ese instumento- de los clásicos del tango. Con un respeto absoluto por un Cobián, un Demare, un Troilo o un Mores, ofrecía re-lecturas donde jugaba con las armonías de la obra, sin alejarse de las melodías. Así, las obras de esos creadores tenían siempre algo suyo, sin dejar de ser fieles al espíritu del compositor.
Con sus toscos dedos de tornero, Emilio de la Peña fue capaz de registrar algunos de los más bellos solos de piano de la música porteña. Es un legado para el futuro.
Eduardo Lagos, por último, fue una suerte de Astor Piazzolla folklórico. Ciertamente esto es un reduccionismo, pero sirve pero ejemplificar sobre su trayectoria para quienes la desconocen.
“Si por un instante considerásemos que un tímido estudiante de medicina, convertido en oftalmólogo, llamado Eduardo Lagos, escribió por ejemplo La Bacha en 1949, Zamba del que queda en 1955 o La Oncena un año después, incurriríamos en la mayor rebeldía generacional por no perdonarle los años que, además con grandes satisfacciones, lo tuvieron a Eduardo Lagos en su consultorio. ¿Qué hubiera escrito el Negro Lagos de dedicarse íntegramente a la música? Ella, cual novia celosa y demandante, quizás no se lo perdona nunca. Pero, como en todo amor, ella recordará de su encuentro con Lagos momentos sublimes. Allá por 1949, cuando algunas figuras del folklore tradicional aún daban sus primeros pasos, desde un piano más de esta metrópoli, Eduardo Lagos ya innovaba, ya buscaba nuevas sendas y abría, muy solitariamente, caminos que hasta nuestros días son continuados y que lo transforman directamente en un pionero.” (Guillo Espel, Aquel otro folklore, Edición de autor, páginas 43 y 44).
El pianista, arreglador, compositor, periodista y gestor de medios radiales Eduardo Lagos, nacido el 18 de febrero de 1930 en la ciudad de Buenos Aires, vivió esencialmente de su profesión de médico oftalmólogo, aunque se pasión siempre fue la música y los medios de comunicación. Alumno de Juan Carlos Paz, Lagos solía decir que su música tenía melodías rurales y armonías urbanas. No era un juego de palabras el suyo. Conocedor de las tradiciones rítmicas del país, se permitía recrearlas armónicamente con elementos que iban desde Ravel hasta el jazz. Una zamba, una chacarera, un gato, tocados por Lagos, nuncadejaban de sonar como tales, pero tenían algo distinto, algo propio. Pionero de lo que se llama proyección folklórica, estudió como pocos las raíces más ancestrales de nuestra música para desde allí, desde ese conocimiento, proyectarlas de otra manera. La línea expresiva de Lagos fue continuada por Waldo de los Ríos, Chango Farías Gómez, Manolo Juárez y Castiñeira de Dios, entre otros.
En 1968 Eduardo Lagos grabó su disco Así nos gusta (editado por el sello Trova en 1969) un hito antológico de la música argentina. Acompañado por Domingo Cura, Hugo Díaz, Dante Amicarelli, Jorge y Oscar López Ruiz, Mariano Tito, Moncho Mierez y Carlos Franzetti, mostró cuánto se podía hacer en la música folklórica argentina, sin desvirtuarla un ápice. Así nos gusta, a cuarenta años de su aparición, parece un trabajo grabado mañana.
Eduardo Lagos ejerció además la crítica musical en publicaciones como la revista Gente o el diario La Prensa, y cada uno de sus artículos, fue una cátedra de cómo escuchar música. Fue además Director Artístico de Radio El Mundo, Belgrano, Nacional y Municipal, caracterizando cada una de sus gestiones por una apertura a los nuevos valores de la música y la comunicación, equilibrando, de manera brillante, las necesidades comerciales de una radio con las exigencias artísticas que el se imponía.
Suma Paz… Emilio de la Peña… Eduardo Lagos. No hay recambio para ellos, demasiadas pérdidas para esta época flaca que vive la música popular argentina.
Guillermo Fuentes Rey
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